En 1935, cuando el partido nazi tomó el poder en la ciudad libre de Danzig (la actual Gdansk, en la que, en 1980, Lech Walesa organizó el sindicato Solidaridad), dictó unos decretos que no tienen nada que envidiarle a medidas similares adoptadas por el régimen que hoy gobierna Venezuela.
Entre esas medidas, incorporando las teorías del “derecho libre” que se habían desarrollado en la Alemania de Hitler, se modificó el Código Penal de Danzig para permitir la creación judicial de normas jurídicas y castigar los actos contrarios al “sano sentimiento popular”; si no existía una ley que castigara tales actos, se permitía al juez aplicar otras leyes, por analogía, a fin de hacer posible “que prevaleciera la justicia”. Dichos decretos estaban inspirados en leyes del mismo tenor, que ya tenían vigencia en la Alemania nazi; la diferencia está en que los decretos de Danzig fueron recurridos ante la Corte Permanente de Justicia Internacional, la cual los reprobó.
Según el citado tribunal internacional, las normas antes referidas constituían la derogación de un principio de derecho bien establecido, nullum crimen nulla poena sine lege, según el cual solo las leyes pueden establecer delitos y solo las leyes pueden determinar la pena aplicable a esos delitos. Es decir, ninguna pena puede ser aplicada si no está previamente prevista por la ley.
En democracia, los jueces administran justicia a partir de leyes reales y no de leyes imaginarias, supuestamente derivadas del “sano sentimiento popular”, del ideal del hombre nuevo, o de lo que demanda el socialismo del siglo XXI. El “sano sentimiento popular”, cuyo contenido solo es conocido por el juez o por el tirano que piensa por él, puede significar cosas diferentes para personas diferentes, ya sean nazis o revolucionarios, y abre la puerta a la arbitrariedad. En un Estado basado en el imperio de la ley, ningún juez puede crear figuras penales a partir de ese sentimiento abstracto, ni puede castigar un acto que no esté expresamente sancionado por la ley, aunque considere que el espíritu de la revolución o el “sano sentimiento del pueblo” exigen que se le castigue.
Imponer la regla del “sano sentimiento popular” no solo nos recuerda las horas más oscuras del terror nazi, sino que es incompatible con la certeza jurídica y con el respeto de los derechos humanos. Según la Corte Permanente de Justicia Internacional, esas garantías son necesarias para la protección del individuo frente al Estado y para señalar cuál es su posición en la comunidad de la que forma parte.
Mientras releía esta decisión judicial, no pensaba en quienes se han prestado servilmente para hacer justicia según los dictados de un cacique ignorante, ni en quienes, para privar de su libertad al adversario político, juzgan un discurso no según el sentido literal de las palabras sino a partir de lo que ellos deciden que signifiquen. Pensaba en quienes, sin estar llamados a decidir causas judiciales, actúan como jueces y verdugos, eliminando impunemente a quienes ellos han decidido que, según el “sano sentimiento del pueblo” o el “sano sentimiento revolucionario”, son marcados como delincuentes y deben ser eliminados mediante la aplicación de una pena que está proscrita por la Constitución, pero que ellos han decidido que es la que corresponde aplicar.
Un régimen que prescinde de la Constitución, que pospone indefinidamente las elecciones, que, sin consultar a ningún juez, decide quién debe ir preso y quién debe recuperar su libertad, y que pretende garantizar la seguridad de los ciudadanos sembrando el terror en la población, ejecutando arbitrariamente a quien considera peligroso o indeseable, es posible que no sea exactamente una copia al carbón del régimen nazi. ¡Pero hay que ver cómo se le parece!.
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