El 30 de diciembre de 2012 la humorista Rayma Suprani publicaba una caricatura muy acorde con nuestra locura. Ataviados con motivos navideños, un grupo de hombres y mujeres hacían el trencito típico de ciertas fiestas, muertos de la risa y coreando la buena nueva: “Somos el país más violento de América Latina”. Gracias al tesón de la peste chavista, habíamos desplazado a un país centroamericano en la primacía de esa estadística y con ello alcanzaríamos el número uno en el ranking planetario de la muerte. El mensaje de Rayma lapidaba: ya no se trataba de “al mal tiempo buena cara”; lo nuestro era y es evasión, inmadurez frente a la tragedia.
Cuatro días antes de aquella caricatura, la escritora y periodista Leila Macor disertaba sobre otra muerte nacional, la de la cultura, a propósito de la mutilación de una escultura de bronce realizada por su padre, en un espacio público, y se inquietaba escribiendo “¿De qué se ríen los venezolanos?”. La encuestadora Gallup acababa de divulgar uno de esos estudios sobre el bienestar emocional de los terrícolas y Venezuela quedaba en el cuarto puesto mundial, gracias al cúmulo de emociones positivas que los entrevistados aseguraban experimentar día a día en este mar de felicidad.
Como en los personajes de Rayma, que bailan y se divierten enajenados, acaso porque aún no han sido premiados por la lotería del horror, Macor quiso ver en esos encuestados anónimos la falacia de nuestra alegría, expresada con “una risa de hiena, una risa hueca de alcohólico, histérica, macabra” en el pantano de la supervivencia. “No hay nada de gozoso en ella –remataba la autora–: es apenas una forma de convivir con la cultura del saqueo en la que fuimos criados. Optamos por esa risa cómplice porque la otra alternativa es una indecible vergüenza”.
En aquel diciembre, qué duda cabe, no había motivos para celebrar ni hacer trencitos ni lanzar cohetones. Ya el país estaba destrozado por la saña del mayor traidor de su historia, quien se supone agonizaba entonces en la única patria que amó, Cuba. No obstante, la gente festejaba la Navidad, feliz en su chiquero nación, sin mirar a los lados ni pensar en nada más porque –qué importa– tenía en sus manos los billetes que hoy ya no son. Y recién comenzando el nuevo año, 2013, con la resaca habitual, mucho menos se enteraría del magno estupro a la Constitución que el actual dictador –todavía vicepresidente– y sus juristas neonazis perpetrarían el 10 de enero.
Es muy probable que si hoy, al cabo de cuatro años más de oscuridad, la misma encuestadora realizara el mismo sondeo, se encontraría con un pueblo menos alegre, con menos “emociones positivas”, a pesar de que la esencia de la dictadura no ha cambiado. Los mismos gorilas del siglo XXI siguen imbatibles, tan ruines y criminales como el primer día, solo que ahora parecen más feos y canallas porque no hay con qué pagarse un “estreno” para pavonearse por esta gran cloaca en que nos convertimos. Bienvenida sería la penuria si acaso sirviera para hacernos reaccionar, pero tal parece que ni así. Nada auspicia suponer que habría verdadera repulsa contra el fascismo chavista si hubiese mercancías en los anaqueles y algo de billete en los bolsillos.
Así como no hay diferencias sustanciales entre la debacle de hace cuatro años y la ruina de hoy –solo el empeoramiento lógico de las cosas–, tampoco las hay entre quienes añoran celebrar –¿qué?– y los que sí se dan el lujo de hacerlo, ya sea porque su neorriquismo se lo permite o bien porque su pequeñoburguesismo de clase media los impele a eso que definen como “no dejarse quitar la Navidad” (les quitaron la soberanía del país, la salud, la seguridad, los derechos constituidos, el futuro de sus hijos, pero esas cosas parecen bagatelas siempre y cuando los verdugos les sirvan el plato navideño y los torturen con villancicos de fondo).
Una cosa son los apremios del hambre y otra la disociación, inventarse un mundo paralelo a la guerra declarada desde el poder. Un poder psicótico, como bien lo definió el director de El Nacional, que persiste con furia en sus crímenes contra la patria y sus ciudadanos, cumpliendo con la premisa de pulverizarnos a todos hasta hacer que aumenten día a día las muertes de niños por desnutrición e ingesta de basura. La lista de los horrores del chavismo no dejará de crecer mientras esa secta siga en el poder y las personas llamadas a derrotarla sigamos pendientes de comernos una hallaca en medio de nuestros propios escombros.
Desde luego que la otra cara de la moneda es mucho peor. Quienquiera que sufra la desgracia de tener como vecinos a unos chavistas advenedizos se habrá retorcido con el escándalo vulgar de sus fiestas, doblemente vulgares por ser la expresión de sus contubernios con los malandros del régimen, y –extrapolando a Leila Macor– sus “risas de hiena”. ¿De qué se ríen? Tal vez hagan el trencito, como las criaturas de Rayma, y festejen que sus niños no coman basura; poco importa que jueguen con juguetes robados ni mucho menos que les laven el cerebro desde los laboratorios cubanos y pretendan hacer de ellos lacayos brutos. Quizás celebren –sin saberlo, claro está– que aún no les ha llegado el turno de abordar el trencito de la muerte en cualquier calle o cualquier hospital.
Es la misma risa –da igual si hueca, sádica, burlona, ciega, cínica– que muestra el dictador en sus shows, reflectada como un eco por el séquito de patanes que le celebran sus escatologías, tal como se vio en su circo del 17 de diciembre. ¿De qué se ríen? Ninguno de ellos está entre los 4 millones de pacientes críticos por falta de medicinas, y sus hijos y sobrinos, mientras tanto, se divierten jugando a los traquetos. He allí la risa, seguramente. Chapotean de gozo en la perversidad.
El poeta comunista Mario Benedetti, quien fue condecorado en vida por el tirano de Sabaneta, se convirtió en ídolo de todos los ñángaras de América Latina gracias a poemas como “¿De qué se ríe?”. Volteretas del destino: sus invectivas contra los déspotas “de derecha” se devuelven hoy como un búmeran contra estos fasciocomunistas, forjadores de falsas revoluciones para robar y sembrar el horror en nombre de los desposeídos. Les calzan bien estos versos famosos del bardo uruguayo: “(…) allá en la celda sus hombres hacen sufrir al hombre y eso no sirve/ después de todo usté es el palo mayor de un barco que se va a pique/ seré curioso, señor ministro, de qué se ríe, de qué se ríe”. De qué nos reímos, en verdad. Se acaba el tiempo de mirarnos al espejo y ponernos serios.
El Nacional / 27 DIC 2016 12:42 AM
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