“El objeto de la filosofía política ha consistido en gran medida, en la tentativa de hacer compatible la política con las exigencias del orden.” Sheldon Wolin
Cualquiera podría pensar que Venezuela vive un salto al vacío de las emociones. Ira, miedo, odio, frustración, envidia, depresión, desesperanza se relevan unas a otras y entre los vértigos que conoce el espíritu nacional, en medio de las circunstancias, emerge una peor a las otras; la renuncia que convoca la resignación. Como Andrés Eloy nos enseñó, pareciera que llegamos a un punto en el que solo nos quedan vapores de fantasías. Y ojalá me equivoque.
Somos como mirones de palo, testigos fatuos de un devenir perverso que nos despoja a diario de los adquiridos propios de un régimen que aunque imperfecto, costó mucho construir a una generación brillante de compatriotas que nos legó un proyecto de vida y alteridad en la república civil puntofijista. El periodo más productivo y edificante de nuestra historia, por cierto, como nos mostró el 23 de enero de 1998, en emotivo discurso Luis Castro Leiva allá en la sede de la representación nacional.
Entre los déficits de finanzas públicas, cobertura de salud pública, educación, producción agropecuaria, industrial y de los servicios estamos, recorriendo de un fracaso al otro silentes en búsqueda de una estación de servicios que nos surta de gasolina en el país que posee las mayores reservas de petróleo del mundo sabiendo que ni siquiera en ese aspecto lo hicieron bien los miembros de una clase política ontológicamente incompetente y corrupta que el pueblo pobre enajenado convirtió en sus señores feudales. Y deambulamos entre insuficiencias varias y en particular aquella que nos nubla y restringe la mirada al horizonte de los tiempos sin futuro.
Otro militar vino precedido de su felonía como activo y soliviantando los espíritus, socavando valores y creencias con el argumento del resentimiento y la impostura, de una virtuosa mediocridad, se adueñó de todo que incluye la soberanía y la dignidad ciudadana. Desapareció la deliberación y la política sustituidos por la mentira de un credo totalizante que llamaron proceso y cuyo propósito fue, encumbrar a quienes solo traían sus complejos y su bajo psiquismo como avío para el tránsito existencial, pero, lo hicieron con el discurso populista y acribillando las instituciones, regresándonos a la barbarie disfrazada de pseudo constitucionalidad y oclocracia.
El llamado proceso chavista lleva el país a la hórrida mañana de Gregorio Samsa transformado en un monstruo. Solo que el trabajo de mutar, se hace sobre el Estado y su aparato, y sobre el hombre. Es allí donde es más visible el cambio de una experiencia democrática basada en el consenso, a una comedia trágica que como inexorable metástasis envilece y pervierte a la justicia y al poder público todo. Tal vez tiene razón Guaicaipuro Lameda quién escribió y advirtió haciéndolo que, se trató de un plan maligno ideado por ese demonio sórdido y carismático llamado Fidel Castro al que se prestó el antipatriota por excelencia Hugo Chávez Frías.
Lo grave es que la dirigencia opositora distinguida con la esperanza y la fe que quedaba en el cántaro nacional el 6 de diciembre del año 2015, no haya atajado el obsceno intento hoy consumado de manipular a la justicia y enervar el ensayo sobradamente pérfido e inteligente de anular la mecánica constitucional y legal. Cuando había legitimidad, fuerza en el discurso y entidad institucional debieron actuar y enfrentar el claro ademán de hacerse del TSJ, pero, no lo vieron o no tuvieron el guáramo para arrancar el desempeño con una batalla quizá definitiva.
El resto es conocido. Paulatinamente y sistemáticamente han vaciado a la asamblea del arsenal de sus competencias al tiempo que completan la desconstitucionalización que el difunto comandante inicio al llegar al poder y no paro nunca inclusive contra la mismísima constitución que por su propuesta fue aprobada hace por cierto ya 17 años.
La Constitución, reza la doctrina pacíficamente, persigue asegurar las libertades limitando y controlando al poder. Por eso mismo, el chavismo la ha violado groseramente y lo seguirá haciendo al parecer hasta acabar con todo vestigio de su impronta. La constitucionalidad es un producto conspicuo de la modernidad y un monumento trascendente de su constructo más trascendente, los derechos humanos. La constitución es civilidad y civilización
Sin Constitucionalidad, sin legalidad, no es viable el mundo de los derechos humanos y en ese orbe, las libertades y el respeto a la dignidad de la persona humana. El poder como nos evidencio Loewenstein es en esencia demoníaco, irracional, instintivo, inescrupuloso y solo puede ser controlado a través de los mecanismos que lo ocupan y balancean en una dinámica compleja que lo desdobla y dialécticamente detiene.
Sin la norma, sin la institución, sin la constitución y con el ciudadano alienado o ausente, idiotizado dirían los griegos, prevalece la barbarie, el eterno regreso de las potencias oscuras, la fuerza que somete y no aquella que sometida sirve a la sociedad. Vivimos pensando en las emociones postreras, se nos banaliza la vida. Nos desarraigamos.
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