“Resistencia” fue la palabra que caló más profundamente en las mujeres y hombres que en los momentos de mayor desesperanza y en medio de las peores dificultades luchaban contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
La oposición dejó de denominarse así para llamarse “Resistencia”. Y eso era. Se trataba de aguantar lo peor ante una dictadura asesina y rapaz. No faltaron controversias ni asombros, los reclamos justificados de quienes decían que en esa lucha desigual los demócratas ponían los muertos, los heridos, los presos, los exiliados y los clandestinos, mientras el régimen alevosamente desgobernaba, asesinaba, saqueaba, perseguía y celebraba rumbosamente la “Semana de La Patria” y el “Nuevo Ideal Nacional 2 de Diciembre” como fastos de una era infausta.
Decían, con una reflexión muy humana, que había que emplear métodos equivalentes porque se trababa de una guerra donde ellos disparaban metralla y los otros apenas volantes y panfletos clandestinos. No hubo entonces ojo por ojo ni diente por diente. Andrés Eloy Blanco decía que por más que estrujaran sus voluntades contra las piedras, se gastarían las piedras y se harían más fuertes las voluntades. Y al final de sus diez años, un régimen que parecía eterno se desplomó pese a que la “Resistencia” no produjo una sola víctima en las huestes de la dictadura.
Quienes hemos tenido la honra de militar en Acción Democrática, que fue el partido de la “Resistencia”, también tuvimos el honor de contar en nuestras filas el grueso de la gente que la protagonizó, así como la inmensa mayoría de las víctimas de aquella época, los muchos muertos pero también los titanes que sobrevivieron aquel holocausto.
Caído el dictador, escuchábamos de primera o segunda mano las anécdotas gloriosas de la época vividas en las cárceles, en los campos de concentración de Guasina y Sacupana, en los presidios de San Juan de Los Morros y Ciudad Bolívar, narraciones de las torturas padecidas en silencio sin las confesiones vergonzantes que los torturadores exigían a sus víctimas, las fugas, los escapes sensacionales, el velandeo, la épica de la clandestinidad, el recuento sin fin de lágrimas y risas. Los sobrevivientes nunca hablaban de las amarguras, de los dolores del cuerpo y del alma, de la falta de solidaridad de amigos e incluso de parientes que le daban un portazo a los prófugos en búsqueda agónica de una “concha” aunque fuera por unas pocas horas, de las familias divididas, de las delaciones, del saludo negado de amigos de otros tiempos. De la “Resistencia” sólo narraban lo glorioso, lo grande, lo noble y generoso pero jamás las mezquindades, ni las traiciones ni las ruindades que cunden en los periodos trágicos de la historia.
Cuando se ordenó resistir, unos pocos la tomaron como una palabra de aliento, como instrumento de fe para lograr un futuro mejor, distante pero posible, una tierra prometida cuyo advenimiento ningún profeta podía precisar. Otros, los más numerosos, entendieron la consigna como resignación y desesperanza, como un se acabó, como un no hay nada que hacer, como un más nunca, como una lucha sin destino ni final, como una perpetuación de la tragedia, como un clamor de poetas ilusos, como palabras de vendedores de fantasías, de capitanes sin tropa, abandonados de Dios y de los hombres. Hoy sabemos que finalmente ocurrió lo imposible. “Resistencia” es una antigua y bien probada consigna. Pero es para fuertes, no para débiles.
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