La realidad de la muerte humana plantea una serie de situaciones conexas con el afecto y con las obligaciones colaterales con las que tienen que ver los deudos. Es una realidad ineludible y cotidiana aunque existe una percepción colectiva de querer evadirla, lo que lleva a mucha gente a no ser previsiva, generando problemas de diversa índole que requieren ser solucionados de inmediato.
El vertiginoso crecimiento de la población mundial arrastra consigo la necesidad de prever qué hacer con los muertos. La tradicional costumbre en los países occidentales de tener cementerios públicos y privados, se ven saturados por el volumen de difuntos, lo que requiere de una nueva concepción para su conservación o inhumación. La cremación se presenta hoy como una de las soluciones más viables y económicas. No se trata de una práctica nueva. En el imperio romano en tiempos de los inicios del cristianismo era práctica común incinerar a los muertos por razones de espacio y de economía. Iba ligada esta práctica con ritos propios de las tradiciones religiosas de cada pueblo.
Las persecuciones a los cristianos comenzaron en época temprana y fueron muchos los ejecutados por no adherirse a los cultos imperiales y seguir a ese tal Jesús que ponía primero la fe en Dios que en el emperador. Los cuerpos de estos primeros “mártires” recibieron celoso cuidado y se buscó darles sepultura en las catacumbas y otros lugares, donde se fue imponiendo rezar y celebrar la eucaristía sobre o cerca de los despojos mortales de estos hermanos sacrificados por su fe. Comenzaron así a distinguirse las prácticas de los cristianos del resto de la población y se hizo norma común para todos una vez que el cristianismo dejó de ser perseguida y convertirse en religión de estado a partir del siglo IV.
La base teológica o doctrinal de tal práctica se une al sentido trascendente de la vida humana. Se nace para morir, pero sobre todo para resucitar. Los ejemplos de Jesús y la dormición de María, son el paradigma de esta manera de ver las cosas. De allí surgieron los cementerios dentro y alrededor de los templos. Ya en la época moderna, la masonería impuso a sus miembros la cremación como una respuesta nueva a la inhumación de los cadáveres para demostrar que no queda nada después de la muerte y que la resurrección es un invento trasnochado de la Iglesia. De allí, la prohibición de la Iglesia de cremar los cadáveres porque se veía como una burla a la dignidad del cuerpo humano y a la resurrección de los muertos.
Ya a mediados del siglo XX, el Vaticano consideró la cremación como una práctica válida para los creyentes, siempre y cuando, no se hiciera como burla a la fe. En algunas megápolis la cremación se ha vuelto obligatoria por las razones económicas y espaciales señaladas más arriba. La Congregación para la Doctrina de la Fe, acaba de publicar un documento titulado “para resucitar con Cristo”, de fecha 15 de agosto de 2016, donde remarca la costumbre de inhumar los cadáveres por las razones expuestas más arriba y da algunas normas concretas, producto de copiar las tradiciones de otras culturas lejanas a la nuestra, y a ciertas prácticas mortuorias poco cónsonas con la antropología y con el sustrato cristiano de nuestros pueblos.
En primer lugar, reafirma conservar la tradición de inhumar los cadáveres, en cementerios o lugares sagrados. Segundo, en ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la cremación no está prohibida y debe estar acompañada de especiales indicaciones litúrgicas y pastorales. Tercero, no está permitido la conservación de las cenizas en el hogar. Cuarto, para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos.
En futuras crónicas analizaremos algunos de estos puntos para una mejor comprensión antropológica, cultural y religiosa. Las nuevas situaciones plantean nuevos retos.
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