El domingo 20 de noviembre de 2016 clausura el papa Francisco el año jubilar de la misericordia. Nos podríamos preguntar si se trató de un año convocado para que los más cercanos a la Iglesia realizaran algunos actos piadosos para mover la sensibilidad de algunas personas. Nos hemos acostumbrado por influencia de la ilustración a darle mayor importancia a la razón y desconfiar de la religión como algo primitivo reducido a la escala de lo personal e íntimo.
Pero no es así. La razón nos ayuda a comprender y expresar lo religioso, para que la intransigencia y el fundamentalismo no se apoderen de los seres humanos. Todos los seres humanos tenemos y sentimos emociones, incluso revolotea el sentido de lo religioso aunque sea difuso. No es casual que se hable de razón cordial, de justicia cordial, de aquellas cuestiones que, sin corazón, se quedan desangeladamente frías e inhóspitas.
El papa Francisco, cuando señala como central en su pontificado la misericordia, se está refiriendo a algo distinto y superior a la emoción y la empatía, aunque las presuponga. Nada que ver con la sensiblería y el emotivismo pasajero o con unas cuantas habilidades sociales para que nuestro interlocutor pueda sentirse bien tratado. El clima enrarecido que vive nuestro país es un claro ejemplo de los daños que causa movilizar el sentimiento y la emoción, desprovista del respeto y consideración por el otro. Acabamos odiándonos, paralizados por la necesidad de destruir al otro en lugar de buscar cómo complementarnos.
La misericordia va más allá. Se identifica con la compasión, con la capacidad profunda interior ante el sufrimiento del otro. La misericordia nos impulsa a aliviar su dolor, incluso a costa de incrementar el mío. En Venezuela estamos necesitados de diálogo, de entendimiento, porque las crisis no se superan eliminando al otro, sino integrándonos, aunque cueste. Cuando la política se convierte en engaño, en manipulación, en aprovechamiento del poder para servir a una parcialidad y no a toda la comunidad, se produce un rompimiento de la igualdad y de la justicia.
Los problemas de la gente no esperan, sobre todo cuando tocan la supervivencia o la oportunidad de vivir dignamente.
La población gime por una dirigencia que sea capaz de oír el clamor del pueblo. El doble discurso, los llamados a la paz y el sacar la espada no pueden ir juntos. La incredulidad y hasta el rechazo existentes se deben, en buena parte, a la falta de respuesta efectiva a los problemas reales. No se puede vivir de espaldas a lo que se constata a diario: la carencia de lo más elemental para la vida, la incertidumbre ante un futuro nada claro porque el presente tiene demasiados nubarrones.
Se clausura un año jubilar, pero la tarea continúa. El Papa invita de forma machacona a estar en salida, a procurar poner en primer lugar a los relegados, a la escoria de la sociedad, que no son solamente los pobres, sino los olvidados. La política significa el cuidado de lo que es común a todos. Cada vez más tomamos conciencia de que lo político no es todo, pero todas nuestras actividades e iniciativas tienen efectivamente una dimensión política. Por ello, el Papa acepta ponerse en medio de los que no se entienden para terciar por el bien común. No se trata de ser neutral, sino de estar a favor de la verdad bajo el prisma del amor a Dios y al prójimo. Eso es misericordia aunque se vea como algo imposible. Para nosotros, la misericordia no cierra sus puertas, sino que las abre para poder avizorar un futuro más fraterno para todos.
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