Tenía algo más de un año sin ir a esta farmacia, ubicada en el oeste de Caracas y que forma parte de una red de farmacias sociales. En otros momentos, debido a diversas complicaciones de salud de mi mamá, asistía con bastante frecuencia. Estábamos lejos, entonces, de vivir crudamente el drama que tenemos hoy como sociedad en relación con el acceso a los medicamentos.
Estuve en esta farmacia, de nuevo, como otros tantos buscando una medicina después de haber estado en otros 10 establecimientos sin tener éxito.
La cola avanzaba rápido y no se trataba solamente de la diligencia de los 3 dependientes. En realidad hice una cuenta sencilla. De las 10 personas que estaban delante de mí en cola, 7 salieron como yo, cabizbajos, sin ninguna medicina. Algunos, ante la ausencia de los medicamentos buscados, apelaron por una suerte de premio de consolación, se llevaron una leche en polvo “fortificada” que en diversos carteles esta farmacia promocionaba como la oferta de la semana.
Así están no pocas farmacias. Hace un mes entré con un colega que vino de visita del exterior a una farmacia en el este de Caracas. En todos los estantes exteriores solo había chips y gaseosas, las medicinas, incluso las más usuales, brillaban por su ausencia.
Lamento ver cómo los ojos del periodismo venezolano se acostumbran a esta crisis en el ámbito de la salud, con énfasis particular en la falta de medicinas. La Federación Farmacéutica calcula en 70%-80% la escasez de medicinas. El problema termina reducido, en las notas periodísticas, a la cifra, a un número, sin contar la historia humana que hay detrás de cada medicamento que escasea.
Pasa igual con la violencia que desangra a Venezuela. Los muertos del fin de semana quedaron reducidos a una cifra, y se deja de lado lo que posiblemente es la mayor beta de historias de impacto humano que podría contar el periodismo venezolano. Volvamos a mis 30 minutos en la farmacia.
No habían pasado 5 minutos y se presentó en la farmacia una señora que, pese a no aparentarlo, ya era abuela. Venía buscando, desesperadamente como lo transmitía su voz, un conjunto de medicamentos todos para inyección intravenosa. Su nieto, según pudimos ver en los récipes que nos mostró a todos mientras nos preguntaba por los medicamentos, estaba hospitalizado en situación crítica en un hospital público.
En el hospital no había ninguno de los medicamentos, mandaron a la señora a las farmacias. Los médicos le pusieron una nota en los récipes explicando que se trataba de un caso grave. Una persona de la cola se ofreció a llamar a un laboratorio, donde tenía una amiga. Llamó, mientras todos en la farmacia seguíamos con atención. No, tampoco tenían los medicamentos.
La señora se despidió. A muchos de los que estábamos en fila nos dio su número de teléfono y hablando de la gravedad de su nieto, como si quisiera compartir la congoja que la abatía, nos pidió que le llamáramos si sabíamos algo.
El testimonio de la abuela nos ablandó. Creo que eso hizo que una mujer, tal vez en los 30 años, se abriera a contar lo que también le embargaba. Nos mostró también su récipe, se trataba de un antipsicótico para su padre.
“Mi papá dejó de tomar las medicinas, tenemos como un mes que no los conseguimos; yo todos los días al salir del trabajo paso por varias farmacias. Se nos perdió y recién lo encontramos ayer, después de tres días, sin las medicinas se me va a volver a ir y no sé qué me le pueda pasar”, nos dice la mujer, ella con voz suave, con ojos que parecen a punto de estallar en llanto.
La señora solidaria vuelve a llamar al laboratorio. Nada.
Llega mi turno, salgo del local con las manos vacías y con una sensación de vacío que me envuelve, y que percibo comparten calladamente mis compañeros de cola en la farmacia. De qué manera este régimen destruyó todo. Vivimos en la penuria, literalmente.
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