Por detrás de todo lo que el represivo régimen que, organizado a imagen del Estado policial cubano, brinda sostén a Maduro y hace todo lo posible por negar a los venezolanos el derecho al voto, persiste la más inicua forma de corrupción, mucho más repugnante que todos los negociados de Odebrecht: el monopolio militar de la importación fraudulenta de alimentos. Dicen los expertos que hay que andarse con cuidado a la hora de usar la palabra “hambruna” y tener presente que ella no designa la mera escasez ocasional de alimentos.
Por eso aquí la invoco responsablemente: es hambruna lo que padece mi país. Una interminable y apocalíptica calamidad que lleva a miles de venezolanos no solo a hurgar en los vertederos en procura de alimento, sino a ver morir a sus hijos por enfermedades agravadas por la desnutrición.
Si nos atuviésemos tan solo a las escalofriantes cifras que brinda el desacreditado Banco Central de Venezuela y que, tan solo para 2016, hablan de una contracción de casi 19%, (la peor en los últimos 13 años) y de precios al consumidor que han subido en 800%, no alcanzaríamos aún a explicarnos la hambruna venezolana.
Ella solo ha sido posible gracias a la militarización de la importación y distribución de alimentos que ha prosperado en el curso de más de tres lustros y que ha hecho multimillonarios a centenares de oficiales de alta graduación.
Hablamos aquí de cárteles dedicados al trapicheo de dólares baratos, otorgados a dedo, y descomunales órdenes de compra de alimentos. Todo ello en colusión con mafias especializadas en crear empresas fantasma que, a su vez, sobrefacturan las compras masivas de alimentos. En muchos casos, se trata de alimentos vencidos. Para ocultar la evidencia de sus fraudulentos manejos, los generales no han vacilado en enterrar centenares de contenedores llenos de pollo y carne de res descompuestos.
Se benefician estos desalmados del desastroso control de cambio de divisas instaurado por el protervo superministro de economía chavista, Jorge Giordani.
Este saqueo de los fondos públicos provenientes del negocio petrolero, justificado en su momento por el mismísimo Chávez con una política, pomposamente bautizada como de “seguridad alimentaria”, ha andado desde el inicio de la mano con el sistemático desmantelamiento del aparato productivo privado.
La idea subyacente era “quebrarle el espinazo” a la agroindustria privada y facilitar la forma más abyecta de sujeción de las mayorías, concebida por el socialismo del siglo XXI: controlar el acceso universal a los alimentos.
Chávez encomendó esa tarea a los militares. Maduro ha ido aún más lejos y designado a un general encargado de asegurar el suministro de cada rubro básico. Así, hoy Venezuela cuenta con un General Harina de Maíz Precocida, un General Azúcar, otro General Café, hasta completar un verdadero Estado Mayor de la Cesta Básica que solo destaca por sus corruptelas.
Un detallado informe, elaborado por la Associated Press, afirma que un solo contrato, de más de 52 millones de dólares para importar maíz amarillo el año pasado, pudo reportar al ministro del Poder Popular para la Alimentación, general Rodolfo Marco Torres, un sobreprecio de 20 millones de dólares.
Dos compañías, con toda la traza de ser fantasmas, la una panameña y otra radicada en un dirección inexistente del Brasil, transfirieron a una cuenta ginebrina, controlada por cuñados del anterior General Alimentación, Carlos Osorio, cinco millones y medio de dólares. No son casos aislados.
Maduro, atento a preservar la honradez de los que llama “motores económicos”, ha designado recientemente al general Osorio como veedor de la transparencia de estas operaciones al grito de “¡Chávez vive, la lucha sigue!”.
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