miércoles, 18 de enero de 2017

Con la Iglesia hemos dado - Asdrúbal Aguiar

La expresión que contiene el título puede aludir, como lo indican algunos intérpretes cervantinos, a la presencia de un obstáculo que impide seguir adelante y recrea un diálogo entre Don Quijote y Sancho Panza; como lo fuera, acaso, el temor que acusan algunos venezolanos de nuestra hora inaugural en cuanto a aceptar a la república y desafiar el derecho divino de los reyes, pues pudiese ser pecaminoso.

Lo cierto, sin embargo, es que la última cuestión es despejada por Juan Germán Roscio, uno de nuestros padres fundadores de 1811, quien al afirmar los orígenes de nuestra nacionalidad y en su texto Homilía sobre el cardenal Chiaramonti (1817) afirma que: “Muy lejos de ser repugnante al cristianismo la forma popular de gobierno, ella es la más conforme a la igualdad, libertad y fraternidad recomendadas en el Evangelio”.

Desde entonces, Venezuela, al mirarse sobre su presente lo hace siempre tensionada hacia atrás y con la mirada puesta en el porvenir; como corresponde a todo pueblo con raíces culturales propias –en nuestro caso las cristianas–, así hayan sido maltratadas y hasta fracturadas por los sinos de una historia recurrente, asaltada por el despotismo; y al no ser fácil presa de la colonización ese pueblo, por ende y según lo muestra la experiencia, en sus horas nonas encuentra el impulso que le permite imaginar el porvenir con esperanza, dejando atrás sus desgracias.

De allí la importancia del papel que en momentos agonales y en lucha abierta contra las dictaduras juega nuestra Iglesia Católica y su episcopado, tal y como vuelve a hacerlo esta vez, para ayudarnos a atajar la deriva totalitaria marxista que nos hace presa.

Se recuerdan, así, el intento de Antonio Guzmán Blanco de separar de Roma a nuestra Iglesia durante el Septenio (1870-1877) o la expulsión por el régimen gomero de Juan Bautista Pérez (1929) del obispo de Valencia, caroreño, Salvador Montes de Oca, quien a la sazón muere en el exilio fusilado por los nazis. Nada que decir, en igual orden, de la lúcida defensa de nuestra república democrática por monseñor Rafael Arias Blanco, arzobispo de Caracas, cuya Carta Pastoral de 1957 corroe las bases de establecimiento militar dictatorial de Marcos Pérez Jiménez.

En suma, por sobre las dudas que a tirios y troyanos suscita recién el papel del Vaticano en los diálogos de utilería que propicia la narco-dictadura de Nicolás Maduro y terminan en fracaso rotundo, por acción u omisión, incluso, como cabe reconocerlo, de la dirección opositora, lo importante es que la Conferencia Episcopal pone sobre rieles despejados su clara posición al respecto. De allí su significado.

Precisa la Iglesia, en primer término, al referirse a nuestro oscuro panorama, que nos domina una “cultura de muerte”; que “nunca antes habíamos visto tantos hermanos nuestros hurgar en la basura” para sobrevivir; y que todo ello es obra de “acciones y decisiones moralmente inaceptables”, las que al paso “descalifica éticamente a quien lo provoca”.

¿Y de quién se trata, quién es el provocador? Lo responde sin ambages la propia Conferencia: “El empeño del gobierno de imponer el sistema totalitario [que llaman]… socialismo del siglo XXI”.

Su admonición no se hace esperar. Acusa, en primer término, al Poder Electoral, por haber frustrado el derecho del pueblo de resolver mediante el voto sobre su destino, a través del referendo revocatorio, optando entre el marxismo que destruye en todas las partes en donde logra instalarse y la opción constitucional democrática.

Luego, al reivindicar el diálogo como forma natural de entendimiento entre todos los actores de cualquier sociedad de vocación democrática –avalada por el papa Francisco–, precisa que en Venezuela no es posible un diálogo sin condiciones previas. Ellas ha de realizarlas el propio Maduro auxiliado por “su” Tribunal Supremo de Justicia, como actores de la dictadura totalitaria: liberar los presos políticos, facilitar un canal humanitario, restituir el derecho a las elecciones, y respetar la autonomía de la Asamblea Nacional como directa representante de la soberanía popular.

Mirando hacia nuestras raíces, con un claro diagnóstico del presente, los obispos de Venezuela plantean a los venezolanos como conjunto trascender, es decir, reconstruir la nación como mito movilizador o desafío existencial: “Reconstituir el tejido social fracturado, valorar la ética personal, familiar y comunitaria, fomentar la honestidad y la responsabilidad en la vida pública, promover la reconciliación entre las personas y grupos y, en definitiva, renovar la vida completa del país.

Es una tarea de todos, en fin, no solo de la oposición formal o del Parlamento en el que esta detenta una mayoría que es desconocida por la dictadura, “lograr puntos de encuentro que favorezcan la articulación de los diversos sectores en un proyecto común de país”, señalan los purpurados.

¡Maduro ha topado con la Iglesia!

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