Tomamos prestado el titulo de la maravillosa novela de Ernesto Sábato -una densa y surrealista narración de civilización y barbarie- para comentar estos últimos días de exaltación de héroes y de mudanza de sepulcros.
Sobre la delirante conmemoración oficialista del bicentenario de Ezequiel Zamora, recordemos que su hoy venerada Revolución Federal, fue una de las aventuras más sangrientas y sembradoras de miseria de nuestra historia. Zamora y su estado mayor de coroneles y capitanes analfabetas, perseguidores de gente blanca, tenían, a decir del historiador José Gil Fortoul, “…licencia para destruir, saquear y matar.” La pérdida de vidas en aquella cruenta gesta alcanzó a casi el 10% de la población del país, para concluir en un vergonzoso reparto de botín entre los bandos en contienda, convenido en el famoso Tratado de Coche de 1863.
La efemérides zamorana del 1 de febrero es también, casualmente, la fecha del nacimiento de Cecilio Acosta, notable escritor y humanista, perteneciente a la pléyade de ilustres civilistas del sedicioso siglo XIX venezolano, junto a Andrés Bello, Juan Vicente González y Fermín Toro. Inútil sería esperar que la ramplonería revolucionaria reconociese méritos al valor intelectual y cívico de Don Cecilio –un auténtico héroe sin fusil- para rendirle algún homenaje.
En cuanto al reciente traslado de los restos de Fabricio Ojeda al Panteón Nacional, no sabemos si es reconocimiento por sus meses de lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez o por la “gloria” de haber vestido el uniforme de la guerrilla castrista en los años 60. Pero nos sirve para exaltar la memoria de auténticos héroes de la resistencia contra la dictadura, como lo fuesen Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevali, Antonio Pinto Salinas o León Droz Blanco, demócratas insignes que rindieron sus vidas por la libertad de los venezolanos y que bien merecerían los honores del Panteón Nacional.
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