A las 4 de la madrugada sonó el teléfono. Marcelo se removió en la cama y apagó la alarma. Creyó que el amanecer había llegado precozmente. Pero el teléfono insistió. Su mujer le aclaró que era una llamada. Entonces respondió. “¿Puedes venir a ayudarnos? Nos están allanando”, le dijo una voz que aún no reconocía. Marcelo Crovato es abogado penal. Los problemas de sus clientes no tienen horario. Se levantó de la cama para cumplir con su labor. Nunca pensó que esa llamada le iba a cambiar la vida.
Era el 22 de abril del 2014. Un período de protestas de calle y feroz represión. Marcelo vivía en pleno Chacao, el ojo del huracán en tiempo de guarimbas. Mientras se vestía recordó que ese sería apenas el segundo caso que tomaba de ese cliente. En rigor, era al revés, Marcelo Crovato era el verdadero cliente, pues Ignacio Porras era el dueño de la lavandería que frecuentaba.
Su destino quedaba apenas a dos cuadras. Al llegar, los funcionarios lo interpelaron con aspereza: “¿Usted qué busca aquí?”. Mostró su credencial de abogado: “Fui requerido por la persona que ustedes están allanando”. La frase no cayó bien. La razón del procedimiento era vaga: “Esta gente está apoyando a los guarimberos”. Apoyarlos podía limitarse a darles agua, alimento, cobijo, o simplemente abrirles la puerta del edificio para evitar la furia de la razzia policial. Al rato, le pidieron que los acompañara al comando para terminar de hacer las actas. Incluso le ofrecieron un puesto en una de las patrullas: “para que se venga más cómodo”. Una trampa. Cinco horas después, en el comando, le anunciaron que estaba detenido por los delitos de instigación a desobedecer las leyes, intimidación pública, asociación para delinquir y obstrucción de vías.
En breve fue parte de un circo. Encapuchado y esposado, junto a 8 personas más, lo habían colocado detrás de Rodríguez Torres, entonces ministro del Interior, quien ofrecía una rueda de prensa: “He aquí a los terroristas organizadores de las guarimbas en el municipio Chacao”. A Crovato se le secó la boca. Se vio tentado a quitarse la capucha y denunciar el exabrupto. Pero entendió que las consecuencias podrían ser funestas. A fin de cuentas, todo era un error.
El error se prolongó tanto que terminó recluido en Yare, una siniestra prisión destinada para delincuentes comunes.
“Esto no tiene sentido”, es la frase que ha retumbado durante dos años y medio en la mente de Marcelo Crovato, abogado del Foro Penal Venezolano y uno de los tantos presos políticos del régimen de Nicolás Maduro.
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Cuando Elky Arellano vio por televisión que su marido era acusado de terrorista y que iría a la cárcel entró en crisis. Se le abrió el piso. No pudo dormir esa noche en la cama de siempre. No le pasaba la comida. Se mudó con sus hijos de 3 y 6 años de edad a casa de la abuela. Ellos no entendían la ausencia repentina del padre que los llevaba al colegio, al parque, a todos lados y, de repente, la nada. Por instinto, mintió. Les dijo que su padre se había ido de viaje de trabajo. La mentira crecía al ritmo que se prolongaba el tiempo en prisión. El mayor comenzó a romper su ropa, tuvo desajustes de conducta, entró en depresión. Un día, le comentó al menor: “Papá no va a volver, porque está muerto y nadie nos lo quiere decir”. Un psiquiatra le recomendó decirles la verdad. Y lo hizo, pero jamás se atrevió a llevarlos a ver a su padre en la sordidez de una cárcel como Yare.
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Una paradoja inquietante acompañaba el traslado de Marcelo Crovato a prisión. Él había sido el director de Yare 1 y 2 en 1999. Un antecedente que podía convertirse en sentencia de muerte. Si algún prisionero se enteraba que ahora era un recluso más en Yare 3 podía cobrarle alguna vieja factura.
Como abogado que era, insistía en su derecho a leer su expediente. Se negaban reiteradamente, hasta que un día dejaron caer sobre sus ojos un fajo de mil páginas y le advirtieron que solo tenía diez minutos para leer esa montaña de papel. Crueldad, lo llaman.
Marcelo Crovato estuvo 10 meses preso en Yare 3. Dormía en una colchoneta tan delgada como un papel. La comida era infame. El desayuno era una arepa triste, sosa, sin relleno. Prefirió comer solo lo que le trajera su esposa. Intentó lidiar con el ocio mortal de los encierros. Aprendió a tejer bolsos y carteras. Tragaba libros como si fueran caramelos para el cerebro. Llegó a hacer sudokus con una velocidad pasmosa. Se convirtió en el abogado interino de muchos presos. Los asesoraba, les redactaba documentos. Pero aún así, Marcelo cada día descendía un peldaño más en el pozo de la depresión. La separación de sus hijos le tenía el ánimo destrozado. Cuando lograba hablar con ellos por teléfono, tenía luego que esconderse. En las cárceles no son bien vistas las lágrimas. En una ocasión, un recluso le permitió entrar en su celda, le prendió un viejo ventilador y lo dejó solo, rumiando su llanto.
Un día advirtió una extraña mancha en su pie. No le gustó lo que vio. Pidió con urgencia un chequeo. Lo ignoraron olímpicamente. Angustiado, se declaró en huelga de hambre. Al psiquiatra del penal le expresó que la única solución a todo lo que le ocurría era una espada. El médico no entendió. Él le explico el código de los samuráis. Le detalló la forma adecuada para suicidarse. Las alarmas se activaron. Entonces apareció la asistencia médica tantas veces negada. Tres médicos concluyeron lo mismo: había serias posibilidades de que fuera cáncer de piel. Era el peldaño que le faltaba para llegar al hueco más oscuro de la depresión. Dejó de asearse. La barba le creció desprolija. Se echó al abandono. Al poco tiempo se declaró en huelga de hambre nuevamente. Los reclusos le decían: “Come, abogado, nosotros no vamos a decir nada”. Fue tajante: “Si traiciono la huelga de hambre ustedes no me van a respetar”.
Todos esperaban lo peor. El suicidio o la muerte por inanición. Un día un recluso le anunció lo inesperado: “Abogado, te vas”. Él pensó que era un chiste. Al rato se escuchó un grito en el penal: “¡Agua en la torre!”, el código que alerta sobre la entrada de custodios. Traían la noticia. En un acto de “clemencia”, la Fiscalía le otorgaba la medida de casa por cárcel. Cuando iba en la ambulancia que lo trasladaba a Caracas, susurraba tangos y canciones de scouts. Luego de diez meses salía con 25 kilos menos, psicológicamente arrasado por un suplicio injusto y con sus derechos humanos violados. Hablamos de un hombre cuyo delito era justamente defender los derechos humanos de tantos estudiantes torturados y presos.
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Marcelo Crovato vive ahora los rigores de la prisión en su apartamento de 90 metros cuadrados. Está de nuevo con su esposa e hijos. Ha vuelto a dormir en su cama y usar su propio baño. Pero tiene prohibido pisar la calle. Marcelo vive en un viejo edificio cuyas ventanas dan a las paredes de otro edificio que está tan cerca que todo lo convierte en sombra. Ni estirando el cuello logras ver un trozo de ciudad. No hay ni un centímetro de sospecha del Ávila. La sensación de claustrofobia es brutal. Y ya lleva un año y 7 meses en esa situación. Le falta aire, espacio, vida. A estas alturas, aun no se ha realizado la audiencia preliminar de su caso. Todo está paralizado. Es un hecho, Marcelo Crovato sigue preso.
Por esa razón el peso de sostener el hogar recae totalmente en Elky, quien también vio minada su salud luego del devastador evento. No les alcanza lo que gana para alimentar a cuatro personas. Marcelo ha seguido tejiendo bolsos para obtener algo de dinero. El grupo familiar entero está bajo tratamiento psiquiátrico. Todos se sobresaltan cuando suena la puerta: “¿Será el Sebin?”. Les aterra que lo regresen al infierno. Sus hijos aún no entienden por qué los domingos cuando salen a jugar futbol su papá se tiene que quedar en casa, paralizado, inerte. No entienden tantos agravios contra un hombre inocente.
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Para colmo, la mala suerte le busca camorra. Un día Marcelo veía televisión en la sala de su casa. Tenía la puerta abierta como un gesto cortés con la mujer policía que esa tarde vigilaba desde el pasillo el cumplimiento de su pena. Ella fue un segundo al baño del vecino. En el campo visual de Marcelo apareció una pistola. Eran cuatro delincuentes. Lo maniataron y encerraron en la habitación de sus hijos. No atinaban a creerle que fuera un preso político. Hasta que apareció la mujer policía y hubo un disparo, forcejeo, golpes. Huyeron robándose lo poco que había para llevarse. Como si faltaran malas noticias.
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Quien me relata toda esta historia es su esposa. Él tiene prohibido declarar a los medios. Su vida, su carrera profesional, su relación con el mundo ha sido dinamitada. Así, cómo él, están los otros presos políticos que tienen casa por cárcel. Su historia ratifica que los derechos humanos en Venezuela siguen hundidos en el sótano de las vilezas. Hoy, con todo lo ocurrido en estos días, ya casi nadie niega estar bajo una dictadura. Pero para Marcelo Crovato la dictadura empezó el 24 de abril del 2014.
Por este venezolano, por los más de cien presos políticos, por los que viven la hora más disminuida de sus vidas, por los hambrientos, por los enfermos sin asistencia, por las víctimas de la violencia, por todos los que hoy somos sufrientes del régimen de Nicolás Maduro, no podemos claudicar ni un minuto en la ambición de recuperar nuestros derechos fundamentales y la libertad de elegir o cambiar a nuestros gobernantes. Nuestro derecho a tener una vida. Porque esta revolución no lo es. Esto es oprobio. Esto es cárcel. Y ya millones de venezolanos decidieron romper los barrotes. Porque el país no acepta más casa por cárcel.
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