Napoleón Bonaparte decía que “la revolución es una idea que ha encontrado bayonetas” y, ciertamente, tratándose de la francesa de 1789, la rusa de 1917 y finalmente la china de 1945, la revolución que era fundamentalmente ideas y programas pero también praxis con indudable calado popular, tenía que triunfar sobre regímenes fuertemente asentados. Para eso necesitaba bayonetas, no votos.
Daba por sentado contar con apoyo popular por el repudio que generaba el régimen contra el cual luchaba, y ese respaldo se comprobaría con los votos que se contarían después. Primero vencer y después convencer. Pero luego que las revoluciones triunfaron, no se preocuparon de contar los votos porque presumían tenerlos (más bien consideraron que contarlos era un estorbo prescindible) y por eso continuaron con las bayonetas para instaurar su propio dominio más férreo y despótico que el anterior, pero mucho más ineficaz y ladrón que su predecesor.
Pero siempre llega el momento en que las bayonetas deciden hacer las cosas por su cuenta, sin socios ni tutelas, sin pagar el costo de lo que compartieron, y ponen una de ellas para que acabe con el desorden, administre algo mejor y robe discretamente. Exactamente hasta ahí llega la revolución, momento cuando ella se torna en el nuevo peor enemigo de las bayonetas.
Definitivamente, ni las revoluciones ni quienes las acaban de facto necesitan ideas ni votos, sólo bayonetas. Entiéndase: las bayonetas no necesitan votos, en cambio muchas veces, no siempre, los votos necesitan bayonetas. Todas las revoluciones son paradojales. Constructivistas y prometientes, ofrecen destruir el mundo anterior y crear uno mejor que el que destruyen, pero acaban reproduciéndolo al calco, agravando y exacerbando con nuevos protagonistas los vicios y corruptelas que juraban erradicar. Cada revolución crea su propia aristocracia, una clase impenetrable de nuevos privilegiados. El hombre nuevo es simplemente un pelele integrante de una masa de anónimos idénticos. Sometido por su dependencia material y espiritual, no ha sido hecho para pensar sino para actuar y constituye abúlicamente el piso de la revolución.
Las revoluciones son elípticas: arrancan de la nada, ascienden hasta el cenit, luego pierden su potencia y caen en picada hasta estrellarse. Todas terminan en el punto de partida. La francesa terminó restaurando la monarquía que en sus inicios había prometido destruir. La rusa acabó reimplantando un sistema económico explotador como el de los zares y un despotismo peor. La china terminó zambullida en lo mejor y lo peor del capitalismo, con un sistema políticamente más hermético que el régimen mandarín, pero dando de comer a los millones a quienes la revolución continuaba matando de hambre como en lo peor de su época feudal. Las revoluciones a veces se hacen de arriba hacia abajo y a veces de abajo hacia arriba y siempre se desploman en el mismo sentido, pero siempre enriquecen a quienes las dirigen desde arriba y empobrecen a quienes la sostienen y sufren desde abajo.
Los de arriba entran pobres y salen ricos de la revolución y los de abajo entran pobres y salen mucho peor, paupérrimos, maltrechos y decepcionados de lo que estaban antes de ella.
Todas las revoluciones son charlatanas, embusteras, ineficaces y ladronas, un delito agravado y continuado porque hacen víctima a toda la sociedad, una enorme hipocresía, un cinismo constante, una estafa colectiva perpetrada bajo la esperanza de redención, la fementida promesa del paraíso que se alcanzaría después de cruzar el infierno. Todas son un fracaso.
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