sábado, 1 de septiembre de 2018

Mátenme porque me muero, por Américo Martín

Savarola

No se vislumbran recesos en la tragedia venezolana. Los signos de la crisis son imparables, van a lo infinito y en ese marco no hay pronóstico susceptible de sostenerse en el tiempo. En el infinito las variantes también lo son. Sin embargo, como las causas de la crisis se intensifican sin pausa, y la resistencia física y moral del cuerpo humano es limitada, en algún momento se quebrará el equilibrio y el cambio democrático será inevitable.

No ha sido fácil conquistar una democracia que al par de instalar un civilizado estado de derecho y libertad, ataque frontalmente los gravísimos problemas que aplastan a los venezolanos; pero con el deterioro de la infraestructura totalitaria, la victoria democrática se hace factible y próxima. Solo que no basta con las pérdidas oficialistas, es preciso elevar la lucidez opositora, su capacidad de ampliar fronteras alrededor de inconmovibles principios democráticos, incluida la voluntad de aplicar justicia, no venganza.

El cambio hacia la democracia está escrito. Que la oposición no encuentre aún la manera de construir la unidad plural –premisa para la victoria- es una desgracia, doble desgracia si prescindiera formal y explícitamente de ella, desestimulada por descalificaciones provenientes de respetables disidentes, también democráticos, que lamentablemente hacen juicios hirientes sin presentar con probidad argumentos, indicios vehementes, pruebas, ni escuchar a los infamados.

A mediados del siglo XVIII, aurora del Iluminismo, Cesare Beccaría, el más grande de los impulsores de la humanización del Derecho Penal, la desarrolló como Ciencia y la rescató de los sórdidos predios del vengador “ojo por ojo” y de la “justicia” de la Inquisición. Los Inquisidores, con los emblemáticos Torquemada y Savonarola al frente, torturaban y asesinaban, movidos por acusaciones anónimas “inauditas” (sin oír a las víctimas). A partir de Beccaría, la inocencia se presume; la culpa es la que se prueba.

Tres siglos después la Inquisición dicta la “justicia” del régimen y espero que no la opositora: es la culpa la que se presume, no la inocencia. Torquemada se sentirá reivindicado en el círculo dantesco donde se encuentre; Beccaría se estremecerá en su sepulcro.

Si el desenlace de la confrontación depende de la fluctuante fuerza de las dos aceras, la unidad de la disidencia democrática es un eje político. Adicionalmente, no puede arriarse la bandera electoral aunque el régimen insista en el fraude. En el peor de los casos será un emblema que alimenta la solidaridad. Nada se pierde coincidiendo con la comunidad internacional y mucho se gana aislando la contumacia fraudulenta del oficialismo.

Aislarla es debilitarla y por consiguiente, aproximar el cambio. Una dirección seria procuraría la unidad de “toda” la disidencia democrática, incluyendo la relevante tendencia chavista crítica. Los más notables cambios de la historia fueron dirigidos por frentes unitarios plurales, en pie de igualdad. La división desmoraliza; es lógica de suicida.

Y es también lógica de Tin Tan, cómico mexicano algo barroco. Lo certifica el título de uno de sus filmes: ¡Mátenme porque me muero!

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