domingo, 26 de agosto de 2018

La diáspora y sus códigos - Ramón Sosa Pérez


Desertar de su tierra ha sido, para muchos, un acto de renuncia incómodo pues como se ha dicho, nadie ha pedido ni deseado. Venezuela a diario despide a tantos hijos suyos, aventados por la negación en suelo nativo de elementales condiciones de vida y en esa contingencia muchos han logrado un barrunto de supervivencia mientras otros pocos sólo consiguen cubrir algunas necesidades básicas.

El azar se presenta como esperanza y esto, es paradoja. Los venezolanos que han cruzado la frontera buscando territorios de paz y trabajo, se han topado con disímiles retos en lengua, costumbres, gastronomía y geografía humana; esa que te acoge con generosidad por familias hermanas o te extraña con encono, como vemos en la xenofobia desatada en países vecinos.

Ese trasiego eterno de compatriotas nos muestra como un pueblo de gitanos al garete que no sabe dónde montar su carpa. Caras dolientes en cualquier lugar son las del venezolano que sufre porque en su tierra le negaron la esperanza y la ilusión de libertad y realización profesional o laboral. La tragedia nacional no tiene paralelo, ni siquiera en la noche negra del perezjimenismo.

En América no hay antecedentes de otro éxodo masivo, cruento y desigual. Las familias en la expatriación han sido penadas al abuso de mercenarios, al escarnio de quienes los tratan como parias en suelo foráneo. Aún así, levantan el rostro para trabajar de sol a sol en faenas que les permitan desahogar económicamente a quienes quedaron en el país.

Cuando les indagamos sobre su día a día, nos responden: “ahí vamos, poco a poco, luchando y con la frente en alto”, traduciendo la nobleza y la hidalguía que el venezolano mantiene como pebetero encendido en su corazón de dignidad. Ellos han desarrollado, sin excepción, un código ético íntimo para hacerle frente a la desgracia.

Pareciera que la coraza se hace dura porque nos ocultan su calvario ante el insolente que lo humilla por ser expatriado, frente al patrón desalmado que le esquilma salario y tiempo o el transportista que le niega subirse al autobús así pague el costo. Su mirada triste en las calles de ciudades extrañas por la ofensa, se disimula ante su familia trasmitiéndoles valor y serenidad.

En su código, el venezolano que vive fuera de su tierra disimula su triste realidad. Ese pueblo deambula por las veredas del mundo revelando la cara pesarosa que nos desnuda en una tragedia sin dolientes. Ellos concordaron un pacto tácito que no los deja llorar su infortunio porque en un mañana no lejano retornarán a su patria con la cara de la dignidad en alto.


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