Manuel Felipe Sierra
Era día martes el 21 de octubre de 1952. Leonardo Ruíz Pineda bajó la escalera de la casa que le servía de refugio clandestino a su familia, junto a la de su compañero Jorge Dáger. Al lado de Pompeyo Márquez y Alberto Carnevalli encabezaba la agenda represiva de la Seguridad Nacional. Había asumido la secretaría general de Acción Democrática, el factor decisivo de la resistencia. La Junta de Gobierno, que presidía Germán Suárez Flamerict había convocado a las elecciones el 30 de noviembre de ese año para una Asamblea Constituyente.
Adecos y comunistas- ambos partidos ilegalizados- libraban una dura batalla contra la pretensión de los golpistas del 24 de noviembre de 1948 que habían derrocado a Rómulo Gallegos para “legalizar” un régimen despótico liderado por Marcos Pérez Jiménez. Jóvito Villalba desde URD y Rafael Caldera con las banderas verdes de COPEI, se jugaban la última carta democrática presentando listas para una consulta que se presagiaba marcada por la sombra del fraude.
Ruiz Pineda- “Alberto” para sus compañeros de clandestinidad-, traía en sus manos aquella tarde un portafolio, un sombrero y una pistola italiana calibre 22. Dáger que le esperaba en el recibo le dijo: “esa pistola me parece muy pequeña para ti, llévate mi 45 es mucho más efectiva”. La respuesta no se hizo esperar: “tu quieres que se me enfermen mas los riñones llevando ese cañón tuyo en la cintura”. Salieron en compañía de Santos Gómez-uno de los hombres de mayor valor en la resistencia- y pasado unos minutos, el auto se detuvo en el puente de Los Caobos. Un hombre- Dáger confiesa que no lo conocía- entró y le hizo entrega a Leonardo de un sobre. Era el precio que el desconocido le había puesto al “Libro Negro”, editado por José Agustín Catalá, con prólogo de “Alberto”, que daba cuenta de la sangrienta pesadilla que vivía el país.
El sobre lo regresó Dàger a las manos de Auraelana, la esposa de Leonardo. Contenía la cantidad de cincuenta mil bolívares (el precio más alto de un libro en esa época) y el generoso comprador era Juan Liscano. Santos Gómez siguió con Leonardo para una cita. Faltaban pocas horas para un desenlace fatal.
EL TESTIMONIO
La cámara de Francisco Edmundo “Gordo” Pérez dejó para la historia la fotografía del cuerpo de un hombre atravesado en la avenida principal de San Agustín del Sur. La leyenda de la foto resumía el hecho con rigurosa precisión: “un solo proyectil segó la vida del doctor Leonardo Ruiz Pineda. La bala penetró en la región malar derecha y siguiendo una trayectoria ascendente, asomó cerca de la región parietal izquierda. El cuerpo quedó tendido en la calle, boca arriba, con los pies dirigidos hacia la acera, entre un gran charco de sangre”
Ruiz Pineda viajaba en el puesto delantero de un auto conducido por Morales Bello, propiedad de Germán González, muerto también poco después en la SN y estaba acompañado por Segundo Espinoza y Leoncio Dorta. El escritor José Vicente Abreu construyó un excelente relato de los pormenores del asesinato, basado en los testimonios de los testigos y en las declaraciones posteriores a la caída de Pérez Jiménez, del agente Daniel Augusto Colmenares quién junto con Francisco Ramón Matute, siguieron al auto en una moto hasta el lugar del crimen. Todo indica que Matute acabó con la vida del líder de la resistencia. Alrededor de Matute se tejió una densa red de misterio. Sin embargo, en este caso se habría repetido otro asesinato ordenado por Pedro Estrada, donde los autores de los homicidios políticos también pagaban con su existencia los servicios prestados. Existe un certificado de defunción, fechado el 14 de enero de 1953, a solo tres meses del asesinato, a nombre de Francisco Ramón Matute escrito de manera escueta: “shock traumático”
Antes de morir, Ruiz Pineda fue seguido por Colmenares y Matute desde la Plaza Pérez Bonalde en Catia, donde lo dejó la luchadora Regina Gómez Peñalver y fue esperado por Morales Bello. El auto tomó la avenida España con dirección al Atlántico, recogiendo frente a la planta de la leche Silsa a Espinoza y Dorta. Tomó la vía del puente Nueve de Diciembre, luego dobló hacia la izquierda por la avenida principal de El Paraíso hasta llegar a la Roca Tarpeya: y de allí cruzó a la avenida principal de San Agustín. Había un fuerte congestionamiento de tránsito. Las luces tambaleaban. Una camioneta accidentada, donde iba un señor y varios niños los obligó a detenerse. Al minuto actuaron los sicarios. Abreu en su reportaje, se hace una pregunta pertinente ¿”La camioneta formaba parte de la maniobra de la Seguridad Nacional, o era una ayuda del cielo a la dictadura’’?
Auraelena, su viuda, fue a la Seguridad Nacional a solicitar el cadáver del esposo. Fue detenida hasta febrero de 1953 en la Cárcel Modelo y posteriormente deportada junto a su familia a España. Alberto Carnevali, muerto pocos meses después, por una irremediable enfermedad-después de ser rescatado por José Manzo González y Salom Meza Espinoza del Puesto de Salas – asumió la conducción de la lucha clandestina. Contaba Rúl Nass, quien estuvo muy cercano a Gallegos en su gobierno, que en la mañana del 24 de noviembre del 48, Pineda y Carnevali coincidieron en Miraflores. Al enterarse que era inevitable el derrocamiento del novelista se abrazaron con fuerza. La ceremonia era sencillamente un pacto de sangre.
LA DICTADURA
El asesinato de Ruiz Pineda – y las repercusiones que ello tuvo- despojó de cualquier escrúpulo a la dictadura. Días después, Pérez Jiménez desconoció la victoria electoral de URD, fortalecida por una oleada de votos adecos que desacataron la orden de abstención dada desde el exilio. Los crímenes se multiplicaron; las torturas se hicieron una práctica cotidiana; desapareció el menor resquicio para la libertad de prensa. Pérez Jiménez se vió obligado a gobernar amparado en una camarilla militar que llegó a alcanzar niveles obscenos de corrupción. La resistencia se fortaleció. Miles de hombres y mujeres fueron a la cárcel. La Seguridad Nacional se convirtió en una siniestra referencia del terror.
Ruiz Pineda, tenía alma y palabra de poeta. Fue un periodista de pluma resuelta. Trabajó en el diario Ahora, que dirigía Luis Barrios Cruz y fue colaborador de Fantoches el histórico semanario de Leoncio Martínez. Sus artículos aparecían con frecuencia en la revista Elite. Fundó y dirigió el diario Fronteras en San Cristóbal, cuyas oficinas fueron saqueadas y tomadas militarmente por los golpistas del perezjimenismo. En la presentación al “Libro Negro” - el más feroz libelo contra la dictadura- deja los perfiles de lo que sería una estrategia, a la postre victoriosa frente al oprobio:”la magnitud de la tragedia pública que conmueve a la nación reclama una coordinación de fuerzas. Ya están resquebrajadas las bases de sustentación de la dictadura, la descomposición interna del régimen anuncia próximo estallido, la amenaza de un caos general propicia el acuerdo de las fuerzas fundamentales de la nacionalidad. No se trata de una aventurada conjuración de ambiciones políticas, sino de una patriótica aglutinación de sectores responsables del país, a fin de impedir que el desmoronamiento de la dictadura sobrevenga una etapa de desgarrada guerra civil o de anarquía disolvente y reaccionaria.”
A sesenta y cinco años del asesinato del líder de la resistencia contra Pérez Jiménez sus planteamientos tienen todavía una conmovedora vigencia.
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