Ni siquiera con el rostro salpicado de sangre por las esquirlas de una granada la gente le creía. Ni siquiera a minutos de ser asesinado grabando un mensaje de despedida para sus hijos. Se hacían chistes sobre su pelo decolorado. Se ironizaba sobre la satisfactoria señal de internet que tenía para colgar sus mensajes en las redes. Se hablaba de show, de circo, de trapo rojo y pote de humo. Ni siquiera muerto se le creía muerto. Se necesitaba ver el cadáver. Incluso ya con la siniestra estampa de su cuerpo derrumbado sobre su propia muerte y la de sus compañeros de faena, también se especulaba, se tejían hipótesis rocambolescas. Porque todo parecía rocambolesco. Pero ya, con su cadáver en la morgue, finalmente todos le creen a Oscar Pérez.
No se puede juzgar al que no sintió verosimilitud en sus acciones ni aplaudir al que siempre tuvo la certeza de su autenticidad. La dictadura de Nicolás Maduro nos ha educado para no creer en nosotros mismos. Los prejuicios, dudas y recelos están a la orden del día. Por supuesto, nadie cree en la revolución ni en el paraíso terrenal del que alardea en sus cadenas. Pero ya tampoco se cree en los líderes de la oposición y menos en sus partidos políticos. No se cree en la institución del voto. No se cree ni siquiera en la esperanza. Hay motivos de sobra para tanta incredulidad, sin duda. Y ese es un triunfo de la revolución que debemos comenzar a desmantelar.
Algún aprendizaje debe haber con lo ocurrido. Debemos apelar a una profunda reflexión colectiva. El chavismo ha logrado despertar el lado oscuro de la sociedad venezolana. El odio está de fiesta en el país. Neutralizados los medios de comunicación, las redes sociales se han convertido en la única ventana de información. A su vez, las redes han permitido que todo el mundo se convierta en reportero de la realidad y han democratizado la opinión a dimensiones planetarias. Eso tiene sus ventajas y, obviamente, sus bemoles.
Lamentablemente, muchas veces se opina como quien dispara un arma desde la cintura. Sin la más mínima pausa reflexiva. Sin aquilatar las ideas. Sin esperar que los hechos destilen su propia sintaxis. Hay un ansia enfermiza por ser el primero en opinar. Por pegarla del techo con una frase que pulverice las redes y gane muchos “likes” y “Rts”. A eso se le debe agregar –una vez más- el eficaz trabajo comunicacional del régimen, experto en sembrar matrices de opinión confusas, que enrarecen donde les conviene, que enturbian el ánimo y dislocan nuestra lectura de los hechos. Ya ningún evento es visto desde un nicho de mínima objetividad. En la multitud de tuits que cada noticia genera, los juicios más radicales, los más escandalosos o hirientes, ganan el rating de la comarca 2.0. Y si alguna figura pública escribe un desatino, inmediatamente se activa el paredón de fusilamiento. No importa que haya expresado un pensamiento que habitaba la mente de no pocos venezolanos. No importa que haya sido una figura amada por la sociedad. En un chasquido pasará a ser vapuleado sin misericordia. Es parte de la fiesta del odio. En las redes también sangra el país.
El lunes 15 de enero ocurrió algo en nuestro país que quedará inscrito en la memoria de todos. Una masacre pública con un desmesurado uso de armas letales. La brutal exterminación de un grupo de venezolanos que optaron por una vía de rebelión, discutible, sin duda, pero dictada por una genuina preocupación ante la bota horrida de la dictadura.
Los que nunca creyeron en Oscar Pérez lo hicieron porque ciertos hechos les parecían inverosímiles. Pero ahí está la nuez del problema. Va siendo hora de asumir que desde hace 19 años -en Venezuela- la realidad se volvió extraña, anormal, delirante, sobreactuada. Desde entonces, nada nos debe extrañar. Pero son muchas las cosas que nos deben preocupar como sociedad. Para salir del lodazal donde estamos, debemos exigirnos a nosotros mismos una revisión profunda, debemos domesticar el odio que nos han inoculado luego de tanta humillación y agravio. Canalizarlo, procesarlo, convertirlo en una forma de redención.
El país hoy es sangre. Sangre derramada. Y esa larga mancha de odio que se ha expandido en el mapa nos ha atrapado. Ya basta. No podemos más. Es suficiente. No nos cabe más dolor.
Leonardo Padrón
CARAOTADIGITAL – ENERO 18, 2018
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