jueves, 3 de agosto de 2017

El último discurso de Nicolás Ceaucescu… hambreador e implacable dictador socialista rumano


Entre esta frase, «esta mañana hemos decidido que, durante el próximo año, aumentaremos el salario mínimo», y la imagen de Nicolás Ceaucescu y su esposa Elena acribillados en el paredón solo hay cuatro días de diferencia. Los que transcurrieron entre el 21 y el 25 de diciembre de 1989, momento en el que Rumanía cerró una larga etapa en la que su población había sido oprimida, explotada, masacrada y matada de hambre «por la dictadura más feroz que ha conocido Europa desde, probablemente, la de Stalin».


El muro de Berlín había caído menos de dos meses antes, pero Europa se transformaba demasiado rápido como para que Ceaucescu pudiera asumir la realidad del desmoronamiento de su propio régimen y el del bloque socialista. El dictador rumano caminaba hacia su muerte sin comprender que el mundo se transformaba. Aquel último discurso era la fiel representación de la pérdida del poder, con los silbidos extendiéndose entre la multitud congregada en la plaza central de Bucarest, mientras prometía una ridícula subida del salario mínimo, subsidios para más de cuatro millones de niños o el aumento de las pensiones. Ya era demasiado tarde.

Ceauscescu llevaba 22 años viviendo un sueño del que ahora despertaba abruptamente. Se había ganado la confianza del pueblo rumano cuando, en 1968, se opuso a la entrada de las tropas soviéticas en Checoslovaquia y amenazó con el uso de la fuerza si la URSS se atrevía a invadir el país. Muchos líderes mundiales ensalzaron entonces su figura y le recibieron con honores de Estado. Pero la realidad no era tan bonita, pues gobernó como un dictador implacable, manteniendo un estado policial de corte estalinista, alimentando la corrupción y el nepotismo, monopolizando los cargos más importantes en torno a su familia y viviendo en la más absoluta opulencia mientras el pueblo se moría literalmente de hambre.

El polvorín de Timisoara

Como en otros países vecinos, a finales de 1989 una buena parte de la sociedad rumana estaba hastiada del gobierno del «conducator», como se había hecho llamar en los años 80 para rendir culto a su persona. Su política económica, así como el plan de austeridad draconiano con el que se quiso liquidar la deuda nacional lo antes posible, habían incrementado la pobreza de Rumanía hasta límites insospechados, mientras la familia Ceaucescu acumulaba una de las fortunas más grandes de Europa.


El 16 de diciembre había estallado la primera protesta en Timisoara, que continuó al día siguiente con la ocupación por parte de los manifestantes la sede del Comité del Distrito del Partido Comunista Rumano (PCR) y la destrucción de documentos oficiales, propaganda política, textos escritos por Ceaucescu y otros símbolos del régimen socialista. El mandatario ordenó disparar contra la población civil, pero, lejos de aplacar la ira del pueblo, convirtió a la ciudad rumana en un polvorín: muertes, peleas, automóviles incendiados, tanques enfrentándose a civiles y voluntarios organizados en retenes para cazar a francotiradores.

La revuelta se extendió rápidamente a otras zonas del país y llegó a la capital, causando miles de muertos en lo que fue uno de los sucesos más graves de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El Frente de Salvación Nacional, como se llamó al Gobierno que sustituyó a Ceaucescu, informó después que los combates registrados desde el inicio de la revuelta popular se habían cobrado entre 60.000 y 80.000 víctimas.

Abucheos contra el “conducator”

El objetivo del discurso del 21 de diciembre de 1989 no era otro que celebrar una multitudinaria manifestación de adhesión al régimen, con la televisión retransmitiendo en directo, y condenar los sucesos de Timisoara. «Parece cada vez más claro que hay una acción conjunta de círculos que quieren destruir la integridad de Rumania y detener la construcción del socialismo, para poner de nuevo a nuestro pueblo bajo la dominación extranjera. Tenemos que defender con todas nuestras fuerzas la integridad e independencia del país», declaró el dictador ante los tímidos aplausos de la primera línea de asistentes. Estos habían sido traídos desde las fábricas, a punta de pistola, para escuchar proclamas como «mejor morir en la batalla, lleno de gloria, que ser una vez más esclavos en nuestra propia tierra» o «debemos lucha, para vivir libres».

Pero Ceaucescu había malinterpretado el espíritu de los restantes manifestantes, que se habían congregado en la plaza central de Bucarest para abuchearle. La imagen del dictador y su esposa Elena tratando de calmar a los asistentes, y pidiéndoles que permanecieran en sus asientos para poder continuar con su discurso, resultaba ciertamente caricaturesca, sobre todo después del anuncio de los irrisorios incrementos del salario mínimo y las pensiones.

La reacción de su «amado» pueblo fue tal que su guardia personal le recomendó que se ocultara en el interior del edificio, al tiempo que la señal de televisión era sustituida por anuncios ensalzando las bondades del socialismo. Pero la mayor parte de la población ya se había percatado de que algo extraño estaba sucediendo en Bucarest y no dudó en lanzarse a las calles de las principales ciudades para gritar «¡muerte al dictador!» y «¡abajo el gobierno!».

“Usted está solo. ¡Buena suerte!”

Ceaucescu aun tuvo tiempo de cometer un último error, quizá el más fatídico de todos: no huir de inmediato. Tenía la convicción de que la represión de las revueltas que había ordenado terminaría por apaciguar los ánimos. Y cuando se convenció de que aquello no era posible, ordenó a su piloto personal que consiguiera dos helicópteros con personal de seguridad para escapar.

Demasiado tarde. Cuando éste dio las órdenes, Ceaucescu alcanzó a escuchar la respuesta del oficial en el auricular, que sonó casi como una sentencia de muerte: «Señor Presidente, hay una revolución aquí afuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!». Tuvo que echar entonces mano de un vehículo y huir hasta refugiarse con su esposa en un instituto a las afueras de la capital. En las calles, el Ejército había dejado de obedecerle.

Nicolae y Elena fueron detenidos pocas horas después, mientras los principales responsables del aparato de Gobierno y sus militares eran ejecutados. Ellos no iban a correr mejor suerte. El día de Navidad fueron juzgados y condenados a muerte, sin que el dictador pareciera darse cuenta de que su hora había llegado. «Sólo contestaré al Parlamento del pueblo y vosotros tendréis que responder», gritaba encolerizado, mientras daba órdenes al tribunal, insultaba al juez («usted no sabe leer ni escribir») y replicaba a su mujer: «¿Cómo permites que te hablen de ese modo?». «Usted siempre ha declamado actuar y hablar en nombre del pueblo, ser amado por el pueblo, pero solo ha hecho al pueblo esclavo de una tiranía durante todo este tiempo», le replicó el fiscal.

El matrimonio más poderoso de Rumania era atado de manos y conducido directamente al paredón. Cuentan que fueron muchos los voluntarios que se presentaron para apretar el gatillo y, cuando ocurrió, las manifestaciones continuaron en Bucarest pidiendo que fueran mostradas por televisión las cadáveres. Hasta que no lo vieran, no podrían creérselo. Aquellas imágenes, que dieron rápidamente la vuelta al mundo, ocupan un lugar destacado en la historia del siglo XX.






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