Durante la época de las revoluciones misioneras, la muerte de los otros estaba computada como un precio a pagar a cambio de un futuro luminoso
Interesante la entrevista que hizo Revista Ñ al filósofo argentino Tomás Abraham, publicada bajo el título Recuerdo y persistencia del deseo revolucionario. Interesante en dos sentidos: por una parte, al hablar del destino de la idea de la revolución incorpora el concepto de deseo, tan caro a Lacan. Por otra, anuncia, como muchos otros autores, el fin del ideal revolucionario.
La palabra deseo es clave. Nos remite a la cartografía freudiana, o mejor: al conflicto permanente que se da entre ese Ello portador del deseo (ilimitado) de ser y el Yo, portador del deber del ser (Sigmund Freud, El Yo y el Ello.)
El tercer mosquetero freudiano, el sobre-Yo, es una creación y prolongación del Yo. Es el Yo de la moral y de la ley. Sobre-Yo que puede constituirse –así nos dice Freud utilizando analogías políticas– en una instancia dictatorial la que en su lucha a muerte con el Ello puede terminar subyugando a la razón y a la lógica atribuida al Yo.
Sin el uso de la razón y de la lógica, nuestro Yo de cada día está destinado a capitular, según Freud, frente a las pulsiones que provienen del Ello o frente a la dictadura moral ejercida por el sobre-Yo. Llevando el hilo de Abraham a otro lado, las revoluciones de nuestro tiempo habrían perdido su conexión con el sobre-Yo (moral e ideológico.) Así, las revoluciones han sido despojadas de su carácter misional otorgado por las pseudociencias, las ideologías y la moral.
Durante la época de las revoluciones misioneras, la muerte de los otros estaba computada como un precio a pagar a cambio de un futuro luminoso. Hoy, después de la experiencia del socialismo soviético y chino, casi nadie cree en la redención que llevarán a cabo las platónicas vanguardias de la revolución. A la revolución sin su ethos solo le queda su pathos.
Los eslabones de la cadena que unía a la revolución con el futuro y con la redención de la humanidad yacen dispersos sobre la tierra. Ya no se mata en nombre de..... Se mata simplemente por matar. La conclusión para los todavía revolucionarios no puede ser más trágica. El sobre-Yo (y por extensión, el sobre-Nosotros) ya no sirve como manto para cubrir el deseo de matar. Y esto significa: el deseo de poder matar en nombre de la revolución ha sido sustituido por el deseo de matar por el poder en nombre del poder. Michael Foucault habría estado de acuerdo con esa tesis.
Kim Jong Um, Bashar Al Assad, y otras linduras, continúan pronunciando la palabra revolución. Pero esa palabra suena cada vez más hueca. En esos siniestros personajes la tiranía del sobre-Yo ha sido sustituida por la tiranía del Ello, esto es, por el simple deseo de matar. Carentes de lógica, razón y utopía, las desgracias que ellos causan, las familias que destruyen, los cadáveres ensangrentados, carecen, para ellos, de una justificación meta-histórica. Para decirlo de nuevo con Freud, la muerte del otro (el contra-revolucionario) ha perdido su poder “sublimatorio”.
¿Quién puede creer por ejemplo a esos gordos y pinochéticos generales de Maduro cuando usan la palabra revolución? ¿Quién puede pensar que Diosdado Cabello es la continuación histórica del Che Guevara? ¿No serán esos personajes tan grotescos que han sucedido a Chávez una simple “astucia de la historia” (Hegel) cuyo objetivo es enterrar para siempre a la palabra revolución? Si así es, están cumpliendo una misión. Dios (o el destino) escribe con letras torcidas.
Citemos para terminar una frase de Tomás Abraham: “No hay verdad en política, el deseo no es relativo. Si la palabra revolución, que implica todas estas verdades ya no está ¿entonces qué? Y no tengo la respuesta”.
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