Jules Cotard (1840-1889) fue un destacado neurólogo francés del siglo XIX. En 1880, tuvo una paciente de 43 años, que afirmaba no tener órganos internos, “ni cerebro, ni nervios, ni pecho, ni entrañas, tan solo piel y huesos”. Después de cuidadosos exámenes, Cotard concluyó que el trastorno es variante de estado depresivo exagerado, mezclado con una melancolía ansiosa. Muchos de sus colegas se refirieron a esta patología como el “delirio de Cotard”. Nadie sabe cómo se inicia, pero la enfermedad tiene dos derivas diferentes: La primera, afecta la imagen corporal, ya que el paciente siente que su cuerpo está muerto. Y la segunda, espiritual, porque el paciente cree que ha perdido su alma.
He regresado a Venezuela, luego de un tiempo en el extranjero. Camino por la calle de una populosa ciudad. La lectura de Cotard me llevó hacer mentalmente una descripción de los rostros, las miradas y el comportamiento de las personas con quienes me cruzo en mi transitar. Como un rompecabezas se arma en mi pensamiento los elementos descritos en la extraña enfermedad del galeno francés. El modelo coincide con la terrible realidad. Gente caminando como zombis. Rostros desencajados, como si hubiesen perdido el alma en la búsqueda de una medicina o de algo para comer o de cualquier otro producto básico y elemental para la vida.
Aunque muy extraña, el llamado “delirio de Cotard” es también aplicable como una de la sociedad. No es exclusivo de desdichados pacientes ni de guiones para películas de bajo presupuesto. El “delirio de Cotard” aplica a países de muertos vivientes. Describe el drama de una sociedad brutalmente impactada bajo los efectos del abrupto colapso de su cotidianidad.
El impedimento para ser productivos. El imposible de un comportamiento social honesto. El sometimiento forzoso al racionamiento y control político. La vida constantemente amenazada por la delincuencia, la represión y la hostilidad general. Estos elementos, entre otros, corroen severamente la autoestima de una parte de la población, sumergiéndola en una burbuja de resignación cotidiana. Casi todo se reduce a la sobrevivencia. En resolver las necesidades básicas, que tiempo atrás pasaban desapercibidas por cotidianas.
He recibido como un golpe el choque de la desesperanza, de la resignación y de más paralizante indiferencia. Observo conductas evasivas, de extremo irresponsable, como abandonar a un familiar en desgracia, desterrar una mascota, seguir de largo indolentes ante un acto de dolor y tragedia humana. Todo forma parte del mismo cuadro.
Todos saben que el mito del mar de la felicidad prometida fue una quimera, aunque ya no queda ni tiempo ni ganas de pensar en ello. Pareciera profético el fragmento escrito por el poeta español Antonio Machado, en Pueblo Blanco: “Escapad gente tierna/ que esta tierra está enferma/ y no esperes mañana/ lo que no te dio ayer/ ya no hay nada que hacer…
Cómo combatir este “delirio de Cotard” que es hoy Venezuela. Cómo escapar de este laberinto. Cómo, si nuestro el sistema político parece manejarse muy bien en este siniestro ambiente de desesperanza inoculada. En este miedo a todo y nada. En este aceptar la sobrevivencia como una condición. Sólo se me ocurre, por ahora, la irreverencia. No callarse ante nada. No abstenerse de criticar en ningún bando. Siempre precavidos, claro, con inteligencia, es decir, decir y callar cuando no valga la pena. Por comunicar es vivir.
Otro destacado neurocientífico, Elkhonon Goldberg, escapando de la pesadilla de la hoy extinta Unión Soviética, afirmó: “De vez en cuando (…) surgen situaciones críticas que ponen a prueba en grado máximo las capacidades.” Es lo que nos toca hacer a los venezolanos. Negarnos a enfermar del “delirio de Cotard”.
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