Ángel Ciro Guerrero |
Allá, bien arriba de Ejido, está enclavada La Mesa, y en ella, su gente, que ama y siente la música con igual entrega y pasión que el sembradío. Con toda razón lo llaman “el pueblo musical de Mérida”, cuya fama trascendió las serranías y así le conocen más allá de Venezuela. Desde hace siglo y medio, la música suena en estas cortas calles, de altas aceras y casas anchas, techos de teja que sirven de asiento de innumerables nidos de variedades de pájaros, cuyos trinos van casi acompasados con las notas que hombres y mujeres, niñas y niños, imprimen a sus instrumentos, tanto en el Salón de Música, sede de la Banda Mayor —con cien años ininterrumpidos de exigencia, sapiencia, dedicación y merecimiento—, como en la Escuela donde el profesor Mauro Rojas dirige la Academia de Música, formando generaciones.
La última, integrada por treinta niños, le dio un concierto al gobernador de Mérida en agradecimiento por la entrega de los instrumentos que el mandatario regional hiciese durante su visita a La Mesa, también llamada de Los Indios, una promesa más que Ramón Guevara cumple. Los niños cantaron a las cuatro de la tarde bellas canciones, y sus melodías fueron acompañadas por todos los presentes, quienes pudieron ser testigos de muchos pajaritos trinando, como si el azulejo al cual los niños le cantaron en infantiles rimas —cargadas de mucho amor y rogando cuido y protección para estos animalitos de Dios— agradeciese la buena intención de los pequeños.
La plaza Bolívar fue el escenario. Una plaza sin Bolívar, porque el Bolívar que presidía su plaza fue robado, y desde hace dos años el pueblo está sin su figura por más ruegos que los habitantes les han hecho a las autoridades solicitándoles el regreso del busto del padre de la patria. El pedestal donde estaba, de mármol, luce su abandono igualmente. Las tres gigantescas palmeras, quizá de unos treinta metros de altura cada una, que se ven desde cualquier parte del pueblo y son sus vigías, lucen solas. Les hace falta el héroe al cual ellas, desde finales del siglo XIX, le escoltaban su grandeza. Macedonio Nava y Marvia Piña, su diligente esposa, que viven en su casa frente a la plaza, hecha ladrillo a ladrillo por este hombre, culto, vivaz, preocupado por lo que al país le acontece, dicen que el robo del busto es tan grave como los otros muchos que han acontecido en estos tiempos de tanta corrupción en todas partes.
El gobernador garantizó que para el próximo 19 de marzo, el Libertador regresará a La Mesa de Los Indios, y ese día habrá fiesta.
Sergio Guillén se emocionó una vez más. A sus cinco años, es cantante y ya sus deditos van de cuerda en cuerda sacándole melodías al cuatro. Es un niño hermoso, vivaz. Por supuesto, será músico, al fin y al cabo lo fueron sus abuelos, lo son sus padres. Integra la coral “Santiago de La Mesa” y, con seguridad, en pocos años irá, a pie, desde su pueblo a Jají, y de allí a Lagunillas, el Día del Apóstol Santiago, celebrando la fecha en que Juan Rodríguez Suárez fundase a Mérida, la que durante muchos, pero muchos años, fue —y lamentablemente ya no lo es— la Ciudad de los Caballeros.
Sergio, el más pequeño de los niños músicos de La Mesa, fue el afortunado. El gobernador le entregó el balón de basquetbol, que el infante abrazó con fuerza entre sus bracitos y no soltó durante todo el acto. El niño miraba el balón, le pasaba su manita, como acariciándolo. Miraba al gobernador y miraba entre la multitud buscando a la madre, quien también le miraba feliz aquella tarde que, seguro, les será inolvidable. La canción “El azulejo”, interpretada con perfección en ritmo y letra —palabra que el cronista pide que le crean—, se repetía en cada trinar de los pájaros, que no necesitaron invitación alguna porque ellos, desde que despunta el día, están en la plaza Bolívar —sin Bolívar todavía—, su sede al aire libre desde que se fundara el pueblo donde la música es reina y comenzase la leyenda a hacerse realidad.
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