domingo, 11 de febrero de 2018

El Imperio, Estética para Dictadores, por Carlos M. Montenegro


A la grey de izquierdas, especialmente la comunista, le gusta tachar a los que no pertenecen a su rebaño de fascistas, en su forma más peyorativa, como hacían sus dirigentes históricos, aquellos que adversaron a los regímenes totalitarios implantados en los años 30 del pasado siglo por Mussolini, Hitler y Tōjō en Japón, líderes de gran predicamento entre las derechas de la época, hasta que el Führer lo jodió todo metiéndolos de lleno en la II Guerra Mundial y convirtiendo en papel mojado las excelsas intenciones de la Sociedad de las Naciones. Lo cierto es que tras finalizar la II Guerra, llamar fascistas a sus adversarios ha sido la muletilla más socorrida por los comunistas, socialistas, zurdos y progres de “Che” en la camiseta.

Cuando determinados adjetivos se prodigan mucho terminan perdiendo el significado que tuvieron en origen; basta con recordar al movimiento hippie de los años sesenta en contra del “establishment”, su originalidad gustó tanto que los grandes modistos lanzaban sus colecciones con flores en el pelo y ropa casual y hasta en las familias reales usaron atuendos hippies, puteando así al movimiento californiano. El de “peace and love”; así como al Che Guevara, el vivo de Andy Warhol lo convirtió con su pintura, o lo que fuese, en un monigote para poner en las paredes o en las ropas de los izquierdistas a la moda y progres al uso, que ni sabían por donde les daba el aire, haciéndose de paso multimillonario con el icono de la revolución cubana.

Con el vocablo fascista pienso que ocurre algo parecido manoseado y convertido en un cliché. En Venezuela, donde también se manosea a Bolívar, se ha llegado al punto en que los que actualmente gobiernan no se enteran de que en la mayoría de sus demostraciones, símbolos, gestos y liturgias que utilizan, proceden de ese ente que continuamente anatematizan: el Imperio Romano, ojo, que no es cualquier imperio sino el papá de los imperios, incluyendo ese que tanto denostan aunque les gustaría detentarlo, ya saben, lo mismo que le pasaba a la zorra con las uvas de la parra.

Y es que la Roma de los césares siempre ha fascinado a los estados totalitarios. No en vano en la Antigüedad fue uno de los imperios más poderosos y perdurables. Ya a partir del siglo XVI en los países eslavos los jerarcas se hicieron llamar zares, término que deriva del latín Caesar (leído Cesar). Éste era el sobrenombre que acompañaba a todos los emperadores romanos desde Octavio Augusto, que fue el primero en utilizarlo para señalar que era descendiente del forjador del Imperio, Julio César.

La Rusia zarista no tuvo ningún problema en considerar a Moscú como la “tercera Roma” después de Bizancio, la segunda. Con el tiempo, a la filoromana Rusia zarista le salieron seguidores. A principios del siglo XIX, Napoleón adoptó el águila de las antiguas legiones romanas como estandarte de sus invencibles ejércitos (en la antigua Roma el águila era un símbolo de fortaleza). También se adueñó del saludo romano que en 1798, ya habían rescatado del olvido los revolucionarios franceses. Este saludo consistía en levantar el brazo derecho con los dedos de la mano juntos y rectos. Era la manera respetuosa que tenían los soldados romanos de saludar a las autoridades. Pero la vinculación de Bonaparte con Roma no acabaría aquí. En 1804 se autoproclamó emperador de Francia. Recuperaba así el título con el que eran conocidos los gobernadores romanos con plenos poderes ejecutivos, y para equipararse a los grandes generales romanos, en 1806 ordenó erigir en París, en plenos Campos Elíseos, un soberbio arco de triunfo con el que perpetuar la memoria de sus hazañas, (Bolívar, que pasaba por allí con su maestro Simón, fue testigo del acto y no le gustó nada).

Después de la Rusia zarista y de la Francia napoleónica, el recién creado Estado de Italia, surgido de la unificación garibaldina (1848-70), supo sacar buen partido del mito del autoritarismo de Roma. En pleno siglo XIX, descartados de la carrera neocolonialista, los italianos se aferraron a su glorioso pasado para hacerse un lugar en el reparto global. Fue entonces cuando se recuperó la figura de Publio Cornelio Escipión, el general que en el siglo III a. C. derrotó a la poderosa Cartago en las guerras púnicas. Con ello, Italia justificaba y legitimaba su expansión imperialista por Eritrea, Somalia, Etiopía y Libia. De hecho, la guerra de Libia (1911-12) fue definida por algunos contemporáneos como “la cuarta guerra púnica”.

La Primera Guerra Mundial (1914-18) exacerbó el sentimiento nacionalista en Alemania e Italia la primera tendría que pagar muy cara su derrota, e Italia no vio satisfechas sus pretensiones expansionistas a costa del antiguo Imperio austro-húngaro. A todo ello habría que añadir la fuerte crisis económica que sufrían ambos países. En Italia hubo un político que se atrevió a reconducir la situación: Benito Mussolini. Y lo hizo teniendo al Imperio romano como máximo referente. Licenciado en Magisterio e inscrito inicialmente en el Partido Socialista, en1919 fundó unos grupos de agitación llamados los Fasci Italiani di Combattimento que fueron la base para la creación del Partido Nacional Fascista, con postulados ya claramente de derechas. Fasci era un término muy difundido en Italia para referirse a distintos grupos sociales. Aunque los Fasci de Mussolini pronto se diferencia-ron del resto.

En octubre de 1922 el partido decidió asaltar el poder en la llamada Marcha sobre Roma, tras la que el rey Víctor Manuel III nombró a Mussolini jefe de gobierno. Durante los tres años siguientes Mussolini, hombre de una portentosa oratoria, fue apoderándose de todos los poderes, y así llegó a implantar una dictadura, concepto también de fuertes resonancias clásicas. En la Roma republicana el dictator era la persona que concentraba toda la autoridad en tiempos de crisis (guerras, revueltas o pérdidas económicas). Una vez resuelta la dificultad, el dictador tenía que ceder su papel a las instituciones ya establecidas. Pero no siempre fue así. El primer dictador romano que se nombró vitalicio fue Julio César. Inspirándose en él, Mussolini también se presentó en sociedad como dictador vitalicio. En cualquier caso, el título por el que fue más conocido fue el de “Il Duce”, que deriva del latín dux. Que en la antigua Roma era el general encargado de liderar las tropas.

En Italia, Duce ya había sido empleado por algunos caudillos nacionales, y cuando Mussolini tomó el poder, como se consideraba un gran caudillo, lo adoptó. También instauró el saludo romano como elemento distintivo de su formación política que fue obligatorio por toda Italia. Las palabras que pronunció Mussolini en 1937, en un acto público, manifestaría de forma explícita la intención de vincular la Italia emergente con la Roma imperial: “Roma es nuestro punto de partida: es nuestro símbolo y nuestro mito”.

Mussolini no dudó en imitar a su modo las pautas que habían propiciado el éxito del Imperio romano, que basó en una sociedad perfectamente ordenada a su albedrío, dividida en clases y con un fuerte espíritu moralizante. Tampoco faltaron desfiles escolares para depositar flores en las estatuas de César y otras celebraciones patrióticas y se prodigaban festividades conmemorando el triunfo del fascismo en Italia.

En 1934 Hitler asumió la presidencia de La República de Weimar e Invalidándola instauró una dictadura totalitaria, el llamado “Tercer Reich” con el título de Fúhrer (Líder), equivalente al Dux latino. Sin embargo la influencia romana en la Alemania nacionalsocialista no fue escasa aunque sesgada. El líder del reich prefirió en general el folclore propio a la hora de rescatar símbolos, incluso pretendió ningunear a la antigua roma. El régimen nazi plagió el saludo romano Ave Caesar (¡Salud, César!) transformándolo en ¡Heil Hitler! (¡Salud, Hitler!), o ¡Heil mein Führer! (¡Salud, mi Führer!), atribuyéndole así un origen germánico considerándolo una estampa del saludo de la nobleza medieval alemana.

A principios del siglo XIX se había declarado al idioma indoeuropeo como lengua madre de gran parte de los idiomas de Europa. Hitler decidió que la raza aria era la depositaria del indoeuropeo (en sánscrito ario significa “persona de calidad superior”). Los ideólogos nazis fabularon que los arios se extendieron favoreciendo el desarrollo de antiguas culturas como las hindús, persas, griegas e incluso romanas; tal era el delirio que invirtió la cosa asegurando que el éxito del Imperio romano fue gracias a su componente germánico.

El saludo fascista, o saludo romano, es el saludo que utilizan en la actualidad los seguidores de los movimientos de dicha ideología, fue adoptado por el Partito Nazionale Fascista (PNF) de Benito Mussolini, por el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) en la Alemania bajo el mando de Adolf Hitler así como por la Falange Española y de las JONS durante la dictadura de Franco en España. Otros partidos políticos y regímenes de este mismo entorno lo siguen utilizando aún hoy.

El puño cerrado, el saludo comunista, usado por la mayoría de los partidos de izquierda en todo el mundo, fue adoptado originalmente por el Rot Front, (brazo armado del Partido Comunista de Alemania, KPD) en los años 30, como réplica al saludo nazi con la mano abierta; resulta que al ser semejante al saludo imperial romano, paradójicamente esas dos tendencias políticas, tan extremas, comparten el mismo origen.

El puño en alto hoy se ha convertido en un gesto agresivo asociado a regímenes antidemocráticos como era el del zimbabuense Robert Mugabe y el iraní Mahmoud Ahmadinejad. A pesar de eso, en este lado del Atlántico, el puño en alto se ha convertido en el saludo de un movimiento radical y populista llamado “socialismo del siglo XXI” utilizado por el actual mandatario venezolano, además de gobernantes extremistas como el dictador cubano Raúl Castro, el nicaragüense sandinista Daniel Ortega, el ecuatoriano Rafael Correa y el boliviano Evo Morales.

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