LEONARDO PADRÓN
“En el hospital los médicos nos engañan a diario. Tenemos doce días con paludismo. Por la prensa apareció que el tratamiento había llegado y no nos lo dan. ¡Nos estamos muriendo!”, declara el hombre a cámara, entre indignado y desesperado, y acto seguido señala a un grupo de personas acostadas sobre el asfalto crudo. Todos están enfermos de paludismo. Todos abrazados a sí mismos, luchando contra el escalofrío que los recorre. Uno de los hombres ni siquiera logra frenar los temblores de su cuerpo. El vocero de la revuelta que ha trancado el acceso al pueblo de El Callao, en el estado Bolívar de Venezuela, asegura que no liberarán la vía hasta que no los tomen en cuenta. En el video una humilde mujer -carga a un niño no mayor de tres años que llora sin cesar- reclama que el medicamento que le da a su hijo tiene más de un año vencido y no funciona. Otro hombre, desdentado, ruinoso, y con la misma ira, subraya a cámara que el hospital afirma no tener los insumos necesarios, pero en la esquina del recinto sanitario hay gente que vende el tratamiento contra el paludismo a Bs. 600.000,00. Una cantidad de dinero que lo desborda por completo. A él y a todos los que están a su alrededor. “Uno que no tiene nada y te mandan a comprar la jeringa, el suero, la lámina de rayos X, todo”. Insisten en el cruel y descarado comercio de remedios, antibióticos y productos médicos que hay en los alrededores del hospital. Al final, las 300 personas enfermas de paludismo gritan al unísono: “¡¡Queremos tratamiento!!”. El video dura 1 minuto 53 segundos. Pero la indignación dura mucho, mucho más. Y uno se pregunta cuántos de los que allí están, en el abismo de una enfermedad que les está dragando la salud a pasos agigantados, lograrán sobrevivir.
Días atrás se hizo viral el testimonio de Belkis Solórzano, quien un domingo a las 9:30 de la mañana denunciaba que había perdido su riñón trasplantado porque tenía tres meses sin recibir sus medicamentos. Esa misma noche falleció. Belkis tenía ya trece años con su riñón ajeno. Y su vida fluía normal dentro de su condición. Pero la crisis del país arrasó con ella. Seamos nítidos: la revolución la mató.
Así es un día cualquiera en Venezuela.
Un día cualquiera las noticias hablan de que en el estado Vargas tres de cada diez diabéticos son amputados por falta de insulina. Es decir, tres de cada diez pacientes pierden una pierna. Se convierten en minusválidos. Ese mismo día te enteras que en el estado Lara los pacientes con VIH decidieron marchar por las calles para exigir sus medicamentos. Que en Yaracuy la gente compra pellejo como sustituto de las proteínas. Que desde hace doce días no hay carne ni pollo en Margarita. Que los usuarios del CLAP denuncian que la pasta que viene en las cajas tiene más de cinco años vencida.
Un día cualquiera en Venezuela es un día con escasez de gasolina y gasoil en muchos lugares. Un día cualquiera sin gas, donde falla la electricidad o colapsa el transporte público. Un día cualquiera te enteras que un íngrimo, solitario, tomate vale Bs. 4.000,00 y hace apenas dos meses podías comprar cinco o seis tomates con Bs. 1.500,00. Que ya era un exceso. Y luego te asombras al confirmar que el cartón de huevos supera los Bs. 60.000,00. Ese mismo día te enteras que el Hospital Vargas lleva cinco días sin agua. Y los especialistas declaran que la salud en Venezuela retrocedió un siglo. Un día cualquiera las enfermedades de principios del siglo pasado han vuelto con su aliento a muerte y atraso.
A propósito del deterioro del sistema de salud, quizás el renglón más inhumano de todos los que padece el país, Maduro solo atina a buscar un responsable que no sea él. Entonces culpa a Santos, presidente de Colombia, de no querer venderle medicinas: “¡Trágate tus medicinas, trágate tu droga, trágate tu cocaína, Santos!”, vocifera en su clásico estilo pendenciero (de azote de barrio). El punto es que quien necesita tragarse sus medicinas con urgencias es el pueblo de Venezuela.
Al día siguiente, el ministro de Salud de Colombia, Alejandro Gaviria le respondió al presidente Maduro en Twitter: “Nunca hemos negado la venta de medicamentos a Venezuela, ni tenemos injerencia en la relación entre el gobierno de Venezuela y la industria farmacéutica”. ¿Conclusión? La de siempre. Maduro miente. Maduro miente todos los días. Lo sabemos.
Un día cualquiera en Venezuela es un día excepcional en cualquier otra parte del mundo.
Un día cualquiera puedes quedarte sin internet, sin luz, sin agua, no tener dinero para pagar el uniforme de tus hijos, ser atracado en la bomba de gasolina o secuestrado al borde de tu edificio. Todo el mismo martes. O jueves. Ya nada es normal. En cada rincón del país, la penuria da grandes zancadas. El dinero se hace espuma. Los estómagos rechinan de hambre. El horizonte es neblina y susto.
Un día cualquiera en Venezuela suena estrafalario, grosero, absurdo.
Mientras tanto, Nicolás Maduro le declara al periodista español Jordi Évole en un programa de gran resonancia mediática: “La revolución le ha dado a nuestro pueblo los niveles más altos de satisfacción y de estándares de vida que ha tenido en doscientos años de república”.
Eso dijo. Así, sin un milímetro de pudor. Mientras afuera del Palacio de Miraflores, en el resto inmenso de país, la tragedia crece de forma exasperante. Un día cualquiera, un día más, Maduro miente ante las cámaras de televisión. Y ríe, baila, canta. Y cierra los ojos, indiferente, ante el abismo que se traga a un país entero.
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