Cuando los nazis desnudaban a los judíos y los metían en las cámaras de gas, no era solamente para salvar las vestimentas ante la proximidad de una muerte segura. Era para vejar y degradar. Cuando los carceleros de la KGB negaban a los detenidos toda prenda para cubrirse, no era porque no las necesitaran. Era para degradarlos. Así permanecían, en celdas reducidas, desnudas también –las visité en Berlín cuando era Oriental- sin mobiliario alguno cubiertas de hule blanco de piso a pared.Cuando a los seminaristas de Mérida los atacan y -cuando se enteran de que son estudiantes del San Buenaventura- los desnudan, no era para agredirlos, era para degradarlos. La degradación es más que agresión. Mucho más. Estamos hablando de una de las formas más sofisticadas y perversas de tortura. Es reducción por la vía de la vergüenza, de la humillación. Es el despojo de la autoestima, del decoro y el pundonor. Es vileza y es deshonra.
Humillación se define como “la ofensa que alguien o algo causa en el orgullo o el honor de una persona”. La ropa no es sagrada para la dignidad pero el honor sí lo es. La ropa se repone fácilmente, la respetabilidad lastimada es como el agua derramada. Se tiene por humillación toda acción que denigre a la dignidad humana. Tan grave es el asunto, que organizaciones defensoras de derechos humanos en el mundo, consideran la humillación como una forma de tortura pasiva que viola los derechos humanos.
En sus memorias, el célebre Cardenal Mindszenty, octogésimo tercer arzobispo de Esztergom (Estrigonia), cuenta cómo lo mantenían en prisión completamente desnudo y así era interrogado con frecuencia. Revelaba cuánto horada y quiebra la resistencia, cómo perfora y debilita el fuelle moral semejante procedimiento. Y lo dice él que fue, sin lugar a dudas, un hombre recio, de espíritu elevado y sólidas convicciones, sicológicamente preparado para esa lucha. Fue fuertemente perseguido y torturado por el estado comunista húngaro por denunciar los atropellos cometidos contra civiles y religiosos. La última y definitiva degradación de Cristo en la cruz la relatan los evangelios: “Y habiéndole crucificado, se repartieron sus vestidos, echando suertes”.
Estas consideraciones hay que tenerlas presente cuando vivimos hechos como el de Mérida. No es cualquier ataque. No es sólo un acto bárbaro. No es una humillación más. No es una violación más a los derechos civiles. Ni siquiera puede compararse con la falta de seguridad, de comida o de medicinas. No te disparan a matar, te hacen vulnerable. No te quitan la vida, te quitan el respeto. No es que una pandilla de fascinerosos, perfecta definición de esos llamados “colectivos” resolvieron, de su cuenta, divertirse un rato. Es más grave porque es avieso, pérfido, siniestro. Dirigido. Es patibulario. Quiere docilidad. Busca la claudicación, el bochorno que desmerece ante los demás. El desgaste y la pérdida de temple. Tiene una lógica, una razón, un objetivo, responde a un tutorial autócrata y existe toda una tradición de esas prácticas en regímenes que se mantienen a base del desprecio a la vida humana.
El totalitarismo busca degradar al ser humano, haciéndolo parte de una masa sin conciencia, a partir de una aberrante confiscación de la libertad individual. El desnudo déspota y represor, es de un simbolismo inequívoco para entender lo que quiere hacer con la vida de la gente. Someter, dominar, postrar, doblegar, desmovilizar. Lograr la sujeción absoluta, la servidumbre y la subordinación suprimiendo diferencias, pero no en virtud de la justicia, no porque uniforme a los individuos, sino porque carecen de libertad hasta para escoger y llevar la propia ropa.
Atención al escándalo de Mérida. Por cierto, sobre el escándalo, la Ley de Dios hace duras advertencias: “Ay del que provoca escándalos! Más le valdría a ése que le arrojaran al mar con una piedra de molino al cuello!”. Lucas dixit.-
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