En Venezuela la democracia fue dada de baja. De esa palabra solo quedan escombros. Ha sido un exterminio en cámara lenta. Aunque en los últimos meses la demolición ha alcanzado velocidad de vértigo. No es una noticia nueva, dirán algunos. Pero hay que repetirlo, insistir en ello. Y sobre todo, asumir la épica necesaria para recuperarla.
El gran duelo que se ha establecido entre el régimen y la oposición ha llegado a su punto máximo de tensión. Para Nicolás Maduro y su camarilla ni siquiera se trata de demostrarnos que pudieran sacar al país de la crisis en la que ellos mismos lo sumergieron. Los pocos intentos han sido fallidos, más aún, nefastos. Muecas de sanación que han resultado ser cuchilladas en las arterias de nuestra economía. Lo único que les quita el sueño, a estas alturas de la asfixia nacional, es salvar su propio pellejo, evitar el desplome final del chavismo, aferrarse desesperadamente a las hebras del poder. Mientras tanto, el resto del país, esa vastedad que hoy es oposición, pero sobre todo indignación, bracea con todas sus fuerzas para salir del remolino que amenaza con tragarse el resto que queda de nosotros. Un remolino trágico que ya se ha llevado nuestros alimentos, medicinas, sueldos y miles y miles de vidas.
En este acuciante panorama, la oposición propone una iniciativa para darle la vuelta al desmadre general: el referendo revocatorio. Un procedimiento de participación civil que el propio Hugo Chávez incorporó a la Constitución, queriendo alardear de demócrata, y ahora se le devuelve a sus discípulos como un letal búmeran.
Ya lo sabemos. El régimen ha colocado obstáculos de toda calaña en el camino. Ha diseñado sus propias guarimbas contra el deseo de buena parte de los venezolanos. Sin mayores escrúpulos ni pudor. Con muy tibios disimulos. Jugando a que son institucionales, mientras todo lo demoran, distorsionan y alteran a su antojo. Han sido tan sediciosos en su afrenta que la reacción del enorme universo opositor ha sido variopinta. Algunos, efervescentes y hastiados, proponen calle y artículo 350, calle y turba, calle y desobediencia civil. Habría que ver cuántos venezolanos, sobrevivientes a duras penas, abandonarían las colas para ni siquiera tener esa noche un íngrimo paquete de arroz, cuántos cerrarían sus negocios o desertarían a sus trabajos para agudizar aún más su propia crisis, cuantos tomarían la calle sin regreso y se expondrían a la hora loca de los colectivos armados o a la represión cada vez más cruenta de los uniformados del régimen.
Otros gritan, estentóreos, que la solución es más simple y expedita: acorralar a Maduro contra una pared de Miraflores y exigirle su partida de nacimiento. Convencidos de que es colombiano, piensan que ante el pedimento unánime, Nicolás, el cucuteño, terminará confesando la patraña, empapado en lágrimas de arrepentimiento. Como si fuera tan difícil urdir un documento apócrifo, o dos, o tres, los que sean necesarios para sostener la mentira que tengan que sostener.
Se entiende la desesperación. Se entiende que nos debatimos contra personajes aviesos e inescrupulosos que no respetan las reglas de juego. Se entiende la cólera ante cada día que pasa, ante cada venezolano asesinado, cada familia que huye al exilio, cada nuevo preso político, cada neonato muerto en los hospitales, cada bolsa de basura que se abre para buscar restos de lo que sea. Estamos bajo el signo de la urgencia, sí. Pero justamente por eso debemos ser más sensatos en cada decisión que tomemos. Si un malandro nos dispara, la Constitución no frenará las balas, es cierto. Pero si la arrojamos al cesto de la basura, si no la interpretamos con lucidez, le estamos dando la bienvenida a la locura colectiva.
Por eso vale la pena detenerse y evaluar la propuesta que la MUD, ese conglomerado de partidos políticos, coloca ante el país. Su primera invitación es a mantener la unidad. Suena casi de Perogrullo, pero es crucial. Si le lanzamos una granada a la unidad que hoy debemos ser, perdemos la oportunidad histórica de recuperar la democracia. Luego, propone más. Jugar este trance decisivo con las herramientas de la política. Insistir en el revocatorio es insistir en la Constitución. Y agrega un punto de inflexión clave: hacernos todos corresponsables de conseguir el 20% de las firmas para el revocatorio. Por primera vez, la MUD canceló el olor a cenáculo y decidió convocar a distintos gremios de la sociedad civil, les preguntó, indagó, quiso oír opiniones de gente cuyo principal carnet es el de ciudadano venezolano. Aceptó dimensionarse, abrir sus puertas y ventanas, ampliar su propio espectro, convertirse en país múltiple. Y así han terminado proponiendo convertir los tres días de recolección de firmas en un nuevo episodio de contundencia civil. Sin cauchos quemados, sin calles cerradas, sin atajos estériles. Quizás a algunos no les convence, porque su indignación es más grande, o su impaciencia, o su sabiduría. Pero las propias encuestas que dicen que 70% del país desea despedir a Nicolás Maduro de su cargo, señalan que lo quieren hacer de una forma coherente, civilizada y definitiva, sin anarquía ni sangre en las consignas.
Es cierto, dados los antecedentes no podemos ser ingenuos. Los voceros del régimen lo han dicho en distintas versiones que se resumen en una frase: “Nosotros vamos a hacer todo lo posible para que el revocatorio no ocurra”. Maduro no quiere ser un desempleado más. Diosdado Cabello no quiere perder su show de televisión y su asombroso poder. Jorge Rodríguez todavía tiene cuotas de resentimiento que saldar. Pedro Carreño necesita seguir vistiendo fluxes de marca. Eso lo sabemos. Y sabemos que el TSJ y el CNE son solo siglas diseñadas para perpetuarlos en el dominio de las pocas riquezas que nos quedan. Por eso nos toca, en esta hora crucial, convertir nuestra indignación en muchedumbre democrática, en avalancha de firmas, en ríos de colas que duren tres días con sus noches, en una larga, kilométrica, millonaria cola de demócratas que presionen, insistan y se acumulen en las calles exigiendo -no otro verbo hay- exigiendo el derecho a salvarnos entre todos.
Hugo Chávez transformó una Constitución “moribunda” en un país enfermo. Nicolás Maduro ha perfeccionado el legado de su padre político. Y por eso ya la analogía es redonda: somos también un país moribundo. La única forma de evitar la extinción total de la democracia, con sus ciudadanos incluidos, es justamente con una sobredosis de democracia y ciudadanía. Toca marcar en el calendario con una equis los tres días de la manifestación civil que se avecina. Toca hacerlo entre todos. Sin próceres, ni mesías. Contra la intoxicación militar y autoritaria que hoy nos saquea, toca la movilización de una inolvidable, gigantesca, histórica muchedumbre de personas que rebase el 20% de cualquier ámbito, sea parroquial, regional o nacional. Lo hicimos el 1 de septiembre y sería una tontería inexcusable no multiplicar el gesto el 26, 27 y 28 de octubre. Está en juego nuestra supervivencia como nación. Hoy conquistar el revocatorio es conquistar la comida de los próximos años para los nuestros. Y si toca convertir el 12 de octubre en antesala magnífica, en día de calle nacional, lo debemos hacer. Sin más crítica que la de no permitirnos la inacción. Sin dibujarle grietas a la compleja unidad de toda diversidad. De ahora en adelante, todo debe ser movimiento, avance, contundencia. Que la calle y la Constitución vayan de la mano. Que no volvamos a aceptar ni una sola burla convertida en norma. Que el sonido multitudinario de la democracia calle los ladridos de la dictadura. Que los paralice tanta civilidad desbordada. Que no tengan más remedio que aceptar la decisión de la mayoría. Que se les agrieten los ojos de tanto contar firmas. Se acabó el irrespeto. Imposible aceptar una humillación más. Toca detener en seco a la jauría que ha hecho de nuestra vida una calamidad insoportable. Es el momento de todos. Es el instante de los millones de ciudadanos de bien. Contra el oprobio debe ocurrir la épica necesaria. La imprescindible. Para, de una bendita y democrática vez, lograr la redención final como país.
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